El despacho que Eugenio Alliata tiene en Jerusalén es el típico del arqueólogo que prefiere estar manchándose de tierra a pie de excavación que estar entre cuatro paredes poniendo orden. En un rincón cría polvo un equipo informático estropeado. Los informes de excavación comparten las abarrotadas estanterías con cintas métricas y otros implementos del oficio.
Es como el despacho de cualquier arqueólogo que he conocido en Oriente Próximo, con la diferencia de que Alliata viste hábito marrón de fraile franciscano y tiene su gabinete en el monasterio de la Flagelación, que según la tradición eclesiástica se alza en el lugar exacto en que Jesucristo, ya condenado a muerte, fue azotado por los soldados romanos y coronado de espinas.
«Tradición» es una palabra que se repite muy a menudo en este rincón del mundo, donde masas de turistas y de peregrinos atestan decenas de lugares que, según la tradición, constituyen los escenarios de la vida de Cristo, desde su cuna en Belén hasta su sepultura en Jerusalén.
Para una arqueóloga reconvertida en periodista como yo, sabedora de que culturas enteras brillaron y sucumbieron sin dejar tras de sí más que unos pocos vestigios sobre la Tierra, buscar en un paisaje milenario evidencias de una sola persona se antoja la crónica de un fracaso anunciado, como intentar dar caza a un fantasma. Y si ese fantasma es nada menos que Jesucristo, en quien más de 2.000 millones de habitantes del planeta ven al mismísimo Hijo de Dios, en fin, ante tamaña tarea conviene buscar guía divina.
Arqueología cristiana
Y por ese motivo siempre que viajo a Jerusalén recalo una y otra vez en el monasterio de la Flagelación, donde el padre Alliata nunca deja de recibirme –a mí y a mis preguntas– con una paciencia infinita. En calidad de catedrático de arqueología cristiana y director del museo del Studium Biblicum Franciscanum, forma parte de la misión franciscana que lleva 700 años cuidando y protegiendo los lugares sagrados de Tierra Santa (y, desde el siglo XIX, excavándolos de acuerdo con los principios científicos).
Como hombre de fe, el padre Alliata parece reconocer sin incomodidad hasta dónde puede llegar la arqueología, y hasta dónde no, para revelar la figura fundamental del cristianismo. «Descubrir pruebas arqueológicas de [un individuo concreto que vivió] hace 2.000 años sería algo raro y excepcional –reconoce–. Pero tampoco puede negarse que Jesús dejó una huella histórica».
De esas huellas, las más importantes (y puede que también las más controvertidas) son con diferencia los textos del Nuevo Testamento, sobre todo los primeros cuatro libros: los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. ¿Pero qué tienen que ver esos textos antiguos, escritos en la segunda mitad del siglo I, y las tradiciones que inspiraron con la labor de los arqueólogos?
«La tradición aporta vida a la arqueología y la arqueología aporta vida a la tradición –responde el padre Alliata–. A veces van de la mano; otras, no –hace una pausa y esboza una media sonrisa–, lo cual resulta más interesante».
Y así, con la bendición del padre Alliata, me dispongo a seguir los pasos de Jesús, visitando los escenarios de su historia tal y como la relatan los evangelistas y la interpretan generaciones enteras de eruditos. Por el camino espero descubrir cómo cuadran las narraciones y las tradiciones cristianas con los descubrimientos de los arqueólogos que hace unos 150 años empezaron a cribar a conciencia las entrañas de Tierra Santa.
Pero antes de emprender mi peregrinación necesito sondear un interrogante explosivo que se agazapa tras las sombras del estudio del Jesús histórico: ¿es posible que Jesucristo no haya existido jamás, que la historia que narran las vidrieras sea pura invención? Así lo sostiene sin tapujos más de un escéptico, pero ningún experto académico, en especial ningún arqueólogo, cuya labor suele poner los pies en la tierra –literalmente– a quienes especulan en alas de la fantasía.
¿Es posible que Jesucristo no haya existido jamás, que la historia que narran las vidrieras sea pura invención?
«No conozco un solo experto de los círculos convencionales que ponga en entredicho la historicidad de Jesús –me dijo Eric Meyers, arqueólogo y profesor emérito de estudios judaicos de la Universidad Duke–. Los detalles se debaten desde hace siglos, pero nadie mínimamente serio pone en duda que haya sido un personaje histórico».
Prácticamente lo mismo oí de boca de Byron McCane, arqueólogo y profesor de historia de la Universidad Atlántica de Florida. «No se me ocurre ningún otro caso que cuadre tan bien en su contexto temporal y espacial, pero cuya existencia se niegue», dijo.
Incluso John Dominic Crossan, exsacerdote y codirector del Jesus Seminar, un polémico foro para expertos, cree que los escépticos radicales van demasiado lejos. Cierto es que los relatos de los milagros de Jesús –curar enfermos con la palabra, dar de comer a las muchedumbres con unos pocos panes y peces, incluso resucitar a un hombre que llevaba cuatro días muerto– se atragantan a las mentes modernas, pero esto no es razón para concluir que Jesús de Nazaret fuese una fábula religiosa. «Los datos de que hizo determinadas cosas en Galilea, en Jerusalén, que murió ejecutado… cuadran perfectamente en un escenario histórico muy concreto», me dijo.
Dos bandos de expertos en Jesús
Los expertos en Jesús se alinean en dos bandos: los que creen que el Jesús taumaturgo de los Evangelios es el Jesús auténtico y los que creen que el Jesús auténtico –el hombre que inspiró el mito– está oculto en los Evangelios y ha de ser revelado por la investigación histórica y el análisis literario. Ambos bandos apelan a la arqueología.
Quienquiera que fuese Jesucristo –Dios, un hombre o el mayor montaje literario de la historia–, la diversidad y devoción de sus discípulos modernos se materializa en un colorido desfile de gente cuando llego a Belén, la ciudad milenaria que tradicionalmente se considera su cuna. Los autobuses turísticos que franquean el puesto de control entre Jerusalén y Cisjordania transportan una ONU virtual de peregrinos.
Uno por uno los autocares aparcan y descargan pasajeros que salen con los ojos entrecerrados por el fulgor del sol: mujeres indias con saris multicolores, españoles con el logo de la parroquia estampado en la mochila, etíopes con túnicas blancas como la nieve y crucifijos de color añil tatuados en la frente.
Me acerco a un grupo de peregrinos nigerianos en la plaza del Pesebre y entro con ellos en la basílica de la Natividad. Las altísimas naves están envueltas con lonas y andamios. Un equipo de restauradores se afana en limpiar el hollín acumulado durante siglos en los mosaicos dorados del siglo XII que flanquean los muros superiores, por encima de las vigas de cedro talladas en el siglo VI. Rodeamos una sección del suelo que se ha levantado para dejar a la vista la primera versión de la iglesia –erigida entre los años 330 y 340 por orden del primer emperador romano de religión cristiana, Constantino– y bajamos a una gruta alumbrada con lámparas y un nicho revestido de mármol.
Allí, una estrella de plata marca el lugar donde, según la tradición, nació Jesucristo. Los peregrinos se hincan de rodillas para besar la estrella y posar las manos en la fría piedra pulida. Pronto un celador de la iglesia los conmina a proseguir y dejar que otros tengan oportunidad de tocar la roca santa (y, según su fe, al Niño Dios).
La basílica de la Natividad es la iglesia cristiana más antigua todavía en uso, pero no todos los expertos están de acuerdo en que Jesús de Nazaret naciese en Belén. Solo dos de los cuatro Evangelios mencionan su nacimiento, y dan versiones distintas: el pesebre y los pastores aparecen en el de Lucas; los reyes magos, la masacre de los inocentes y la huida a Egipto, en el de Mateo. Hay quien cree que los evangelistas localizaron la Natividad en Belén para vincular al campesino galileo con la ciudad de Judea de la que, según la profecía del Antiguo Testamento, saldría el Mesías.
La arqueología, en general, poco tiene que decir al respecto. Al fin y al cabo, ¿qué probabilidad existe de demostrar materialmente una visita fugaz de un par de aldeanos hace 2.000 años? Hasta la fecha las excavaciones en la basílica de la Natividad y alrededores no han aportado piezas de la época de Cristo, ni tampoco indicios de que los primeros cristianos considerasen sacro aquel lugar. La primera prueba evidente de veneración data del siglo III, cuando el teólogo Orígenes de Alejandría visitó Palestina y dejó escrito: «En Belén se muestra la cueva en la que nació [Jesús]».
A principios del siglo IV el emperador Constantino envió una delegación imperial a Tierra Santa con la misión de identificar los escenarios de la vida de Cristo y consagrarlos con iglesias y santuarios. Habiendo localizado lo que consideraron el portal de Belén, los delegados levantaron sobre él una rica iglesia, origen de la basílica actual.
Muchos de los especialistas con los que hablé no se mojan en la cuestión de dónde nació Cristo, aduciendo que no existen pruebas materiales suficientes para aventurar una opinión. Creen que es aplicable el aforismo que los arqueólogos aprendemos el primer día de clase: «La ausencia de la prueba no es la prueba de la ausencia».
Nazaret, una aldea al sur de Galilea
Si el rastro del Jesús histórico se pierde en Belén, vuelve a percibirse con bastante más fuerza 105 kilómetros al norte, en Galilea, la región montañosa del norte de Israel. Tal y como sugieren los nombres «Jesús de Nazaret» y «Jesús el nazareno», este se crió en Nazaret, una pequeña aldea agrícola del sur de Galilea. Los expertos que conciben su figura en términos estrictamente humanos –como un reformador religioso, un revolucionario social o un profeta apocalíptico– indagan en las corrientes políticas, económicas y sociales de la Galilea del siglo I en busca de las fuerzas en juego que pudieron dar lugar al hombre y su misión.
Con diferencia, el factor más poderoso de aquel tiempo a la hora de conformar la vida en Galilea era el Imperio romano, que había sometido Palestina unos 60 años antes del nacimiento de Jesús. La inmensa mayoría de los judíos aborrecían el férreo dominio de Roma, con su fiscalidad tiránica y su religión idólatra, y muchos estudiosos ven en ese descontento social el caldo de cultivo perfecto para el agitador judío que irrumpió en escena vituperando a los ricos y poderosos y bendiciendo a los pobres y marginados.
Otros argumentan que la embestida de la cultura grecorromana moldeó a Jesús e hizo de él un paladín de la justicia social menos judaico y más cosmopolita. En 1991 John Dominic Crossan publicó El Jesús de la historia, un libro que cayó como una bomba. En él formulaba la teoría de que Jesús era un sabio errante cuyo estilo de vida contracultural y sus sentencias subversivas presentaban llamativos paralelismos con la doctrina de los cínicos.
Aquellos filósofos peripatéticos de la antigua Grecia no eran cínicos en la acepción moderna del término, pero despreciaban las convenciones sociales, desde la higiene hasta el deseo de obtener riqueza y estatus.
La heterodoxa hipótesis de Crossan se inspiraba hasta cierto punto en hallazgos arqueológicos según los cuales Galilea –que siempre se había tenido por un enclave judío rural aislado y atrasado– experimentaba en la época de Jesús un proceso de urbanización y romanización mucho más significativo de lo que los expertos habían imaginado.
También se basaba en el hecho de que la ciudad donde se desarrolló la infancia de Jesús estaba a apenas cinco kilómetros de Séforis, la capital provincial romana. Aunque en los Evangelios no se habla de ella, la ambiciosa campaña de construcción alentada por el tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, habría atraído obreros cualificados de las aldeas circundantes.
Jesús, un artesano de la zona
Muchos estudiosos ven razonable imaginar a Jesús, un joven artesano de la zona, trabajando en Séforis y cuestionándose los límites de la religión que sus mayores le habían inculcado. Un espléndido día de primavera, después de que las lluvias caídas hayan tapizado de flores silvestres las colinas de Galilea, recorro a pie las ruinas de Séforis con Eric y Carol Meyers, los arqueólogos de la Universidad Duke a quienes consulté al inicio de mi odisea.
El matrimonio dedicó 33 años a excavar el inmenso yacimiento que encendió un acalorado debate académico sobre el grado de judaísmo de Galilea y, por extensión, del propio Jesús. Eric Meyers se detiene frente a un montón de columnas. «Hubo bastante acritud», dice, recordando las décadas de disputas a cuento de la influencia de una ciudad en pleno proceso de helenización sobre un joven campesino judío.
Se detiene en lo alto de un cerro y con un gesto de la mano abarca una extensión de muros cuidadosamente excavados. «Para llegar a las viviendas tuvimos que excavar un vivac de la guerra de 1948. Incluso apareció un obús sirio sin explotar –explica–. ¡Y debajo encontramos los mikvaot!».
Al menos 30 mikvés, los baños rituales judíos, puntean el barrio residencial de Séforis: es la mayor concentración doméstica localizada hasta la fecha por los arqueólogos. Sumados a los recipientes de piedra ceremoniales y a la destacada ausencia de huesos de cerdo (cuya ingesta evitan los judíos que guardan la kashrut), constituyen una prueba clara de que incluso aquella ciudad imperial seguía teniendo una marcada identidad judía durante los años formativos de Jesús.
Este y otros datos recabados de excavaciones arqueológicas a lo largo y ancho de Galilea han conducido a un importante viraje en la opinión de los expertos, dice Craig Evans, profesor de orígenes del cristianismo en la Facultad de Pensamiento Cristiano de la Universidad Baptista de Houston. «Gracias a la arqueología se produjo un cambio sustancial en el concepto de Jesús, que pasó de helenista cosmopolita a judío observante».
Cuando jesús rondaba los 30 años se sumergió en el Jordán con el predicador judío Juan el Bautista y, según se narra en el Nuevo Testamento, la experiencia le cambió la vida. Al salir del agua vio que el Espíritu Santo descendía sobre él «como una paloma» y oyó que la voz de Dios proclamaba: «Este es mi Hijo muy querido, en quien me complazco». A raíz de ese encuentro divino, Jesús emprendió una misión de prédicas y curaciones que comenzó en Galilea y terminó, tres años después, con su ejecución en Jerusalén.
Una de sus primeras paradas fue Cafarnaún, un pueblo de pescadores de la orilla noroccidental de un gran lago de agua dulce llamado, para confusión de muchos, mar de Galilea. Allí Jesús conoció a los pescadores que se convertirían en sus primeros discípulos –Pedro y Andrés, que echaban las redes; Santiago y Juan, que las reparaban– y estableció su primera base de operaciones.
Conocido en la ruta turística cristiana como «la ciudad de Jesús», el centro de peregrinación de Cafarnaún pertenece hoy a los franciscanos y está rodeado por una alta valla metálica. Justo al otro lado del portal de acceso se alza sobre ocho pilares una iglesia de una modernidad incongruente. Es el Memorial de san Pedro, consagrado en 1990 sobre uno de los hallazgos más trascendentales del siglo XX realizado por los arqueólogos que investigaban al Jesús histórico.
Desde su original elevación, la iglesia ofrece unas impresionantes vistas del lago, pero todas las miradas se dirigen al centro del edificio, cuyos visitantes escudriñan con afán –por encima de una barandilla y a través de un suelo de vidrio– las ruinas de una iglesia octogonal construida hace unos 1.500 años. Cuando en 1968 unos arqueólogos franciscanos excavaban por debajo de esa estructura, descubrieron que se había erigido sobre los restos de una casa del siglo I.
Era la prueba de que una vivienda privada se había transformado en un foro de reunión pública en un espacio de tiempo muy ajustado.
En la segunda mitad del siglo I –apenas unas décadas después de la crucifixión de Jesús–, los bastos muros de piedra de aquella casa fueron enyesados y los utensilios de cocina dejaron paso a las lámparas de aceite, propias de un lugar de congregación.
Religión oficial del Imperio
En siglos subsiguientes se grabaron en esos muros ruegos a Cristo, y para cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio romano, en el siglo IV, la morada se había transformado en un centro de culto con una decoración elaborada. Desde entonces la estructura ha venido conociéndose como la Casa de Pedro. Aunque es imposible demostrar que ese discípulo morase realmente en aquella vivienda, muchos expertos dicen que es plausible.
Los Evangelios apuntan que Jesús curó a la suegra de Pedro, que padecía unas fiebres, en la casa de esta en Cafarnaún. La noticia del milagro corrió como la pólvora y esa misma noche la suegra tenía a la puerta de su casa multitud de personas con algún padecimiento. Jesús sanó a los enfermos y expulsó los demonios de los poseídos.
Los relatos de que grandes muchedumbres acudían a Jesús en busca de sanación concuerdan con lo que revela la arqueología sobre la Palestina del siglo I, donde eran muy comunes enfermedades como la lepra y la tuberculosis.
Tras estudiar enterramientos en la Palestina romana, el arqueólogo Byron McCane llegó a la conclusión de que entre dos terceras partes y tres cuartas partes de las sepulturas analizadas contenían restos de niños y adolescentes. Sobrevivir a los peligrosos años de la infancia aumentaba la probabilidad de llegar a viejo, dice McCane. «En la época de Jesús, parece que la frontera crítica eran los 15 años».
Desde Cafarnaún sigo el mar de Galilea hacia el sur hasta llegar a un kibutz que en 1986 fue escenario de un gran revuelo, y de una excavación de emergencia. Una grave sequía había disminuido de forma drástica el nivel del lago, y dos hermanos de la comunidad que buscaban monedas antiguas en el lecho expuesto distinguieron el sutil contorno de una embarcación. Los arqueólogos que la examinaron hallaron piezas de la época romana en su interior y al lado del casco. La datación por carbono-14 confirmó la edad de la barca: coincidía aproximadamente con la vida de Jesús.
Aunque al principio se intentó ocultar el descubrimiento, la noticia de que había aparecido «la barca de Jesús» fue un reclamo para los buscadores de reliquias, que pusieron en peligro una pieza tan frágil. Justo entonces volvió a llover y el nivel del lago empezó a recuperarse.
Se emprendió entonces una «excavación de rescate» a marchas forzadas. En tan solo 11 días se completó un proyecto que en condiciones normales habría exigido meses de planeamiento y ejecución.
Aquella preciada embarcación ocupa hoy un lugar de honor en un museo del kibutz, cerca del lugar donde fue descubierta. Con unos ocho metros de eslora y dos de manga, podría dar cabida a 13 hombres, aunque no hay prueba alguna de que Jesús y sus doce apóstoles navegasen en aquella nave en concreto. Para ser franca, no es precisamente una belleza: un esqueleto de tablones parcheados y reparados una y otra vez, hasta que al final lo desmantelaron y hundieron.
«Fueron reparando y reparando la barca hasta que ya no tuvo arreglo posible –dice Crossan–, pero su valor historiográfico es incalculable. Ver cuánto trabajo tuvieron que invertir para mantenerla a flote dice mucho sobre el contexto económico del mar de Galilea y la actividad pesquera en tiempos de Jesús».
Otro hallazgo espectacular tuvo lugar más al sur, a dos kilómetros de la barca de Jesús, en el yacimiento de la antigua Magdala, el pueblo natal de María Magdalena, devota seguidora de Jesús. Los arqueólogos franciscanos empezaron a excavar parte de la ciudad en los años setenta, pero la mitad norte seguía oculta bajo un complejo turístico abandonado a orillas del lago.
Hasta que llegó el padre Juan Solana, delegado papal a cargo de supervisar un albergue de peregrinos en Jerusalén. En 2004 Solana decidió construir un retiro de peregrinos en Galilea, así que se dispuso a recabar millones de dólares y adquirir parcelas de terreno a orillas del lago, incluido el complejo turístico.
Arqueología cristiana
En 2009, ante el inicio de las obras, un equipo de arqueólogos de la Autoridad de Antigüedades de Israel se presentó en el lugar para llevar a cabo la inspección que exige la ley. Tras varias semanas de calicatas, hallaron para asombro general las ruinas soterradas de una sinagoga de la época de Jesús. Era la primera estructura de su género desenterrada en Galilea.
El hallazgo era especialmente significativo porque refutaba de una vez por todas el argumento escéptico de que en Galilea no existieron sinagogas hasta varias décadas después de muerto Jesús. Si los escépticos hubiesen tenido razón, habría sido el fin del retrato evangélico de Jesús como un fiel judío que acudía a la sinagoga, escenario habitual de su magisterio y sus milagros.
Al excavar las ruinas, los arqueólogos sacaron a la luz unos muros recorridos por bancos –señal de que se trataba de una sinagoga– y un suelo de mosaico. En el centro de la sala descubrieron una piedra del tamaño de un baúl decorada con bajorrelieves que reproducían los elementos más sagrados del Templo de Jerusalén. El hallazgo de la Piedra de Magdala, como se conoce la pieza, dio el golpe de gracia a la idea, entonces en boga, de que los galileos eran unos rústicos impíos aislados del centro religioso de Israel.
Si los escépticos hubiesen tenido razón, habría sido el fin del retrato evangélico de Jesús como un fiel judío que acudía a la sinagoga.
Al seguir excavando, descubrieron una ciudad entera enterrada a menos de 30 centímetros de la superficie. El magnífico estado de conservación de las ruinas hizo que algunos empezasen a llamar a Magdala «la Pompeya israelí».
La arqueóloga Dina Avshalom-Gorni me guía por el yacimiento, señalándome los restos de almacenes, baños rituales y una zona industrial donde se debía de preparar y vender pescado. «Es como si viera a las mujeres comprando pescado aquí mismo», me dice, señalando los cimientos de los puestos de piedra. ¿Y quién sabe? Es posible que una de aquellas compradoras fuese la famosa hija nativa de la ciudad, María Magdalena.
El padre Solana se acerca a saludarnos y aprovecho para preguntarle qué dice a los visitantes que quieren saber si Jesús recorrió estas mismas calles. «No podemos pretender dar respuesta a eso –admite–, pero somos conscientes de cuántas veces los Evangelios mencionan a Jesús en una sinagoga de Galilea».
Habida cuenta de que la sinagoga funcionaba durante el ministerio de Jesús y quedaba a un corto trayecto en barco desde Cafarnaún, concluye Solana, «no tenemos motivos para negar o dudar de que Jesús estuvo aquí».
En cada parada de mi viaje por Galilea, las sutiles huellas de Jesús parecían algo más definidas, menos borrosas. Pero no llegaron a dibujarse con nitidez hasta que regresé a Jerusalén. En el Nuevo Testamento, esta ciudad ancestral es el escenario de muchos de sus milagros y de sus momentos más dramáticos: la entrada triunfal, la expulsión de los mercaderes del Templo, las sanaciones de las piscinas de Betesda y Siloé (ambas localizadas en excavaciones arqueológicas), sus conflictos con las autoridades religiosas, su última cena pascual, su agónica plegaria en el huerto de Getsemaní, su juicio y ejecución, su enterramiento y resurrección.
Pese a divergir en el relato del nacimiento de Jesús, los cuatro Evangelios coinciden bastante al narrar su muerte. Habiendo llegado a Jerusalén para celebrar la Pascua, Jesús es llevado ante el sumo sacerdote Caifás y acusado de verter blasfemias y amenazas contra el Templo. Condenado a muerte por el gobernador romano Poncio Pilato, es crucificado en una colina fuera de las murallas de la ciudad y sepultado en las inmediaciones, en una tumba excavada en la roca.
La ubicación tradicional de esa tumba, dentro de lo que hoy es la iglesia del Santo Sepulcro, se considera el lugar más sagrado de la cristiandad. También es el lugar que encendió mi interés por el Jesús histórico. En 2016 hice varios viajes a esa iglesia para documentar las sucesivas restauraciones del edículo, el santuario que alberga la supuesta sepultura de Jesús. Ahora, en plena Semana Santa, regreso para verlo en todo su esplendor, reforzado y limpio de hollín.
Miles de peregrinos en el Santo Sepulcro
Apretujada entre los peregrinos que hacen cola para acceder al minúsculo santuario, recuerdo las noches que pasé en el interior de la iglesia vacía con el equipo de restauradores, descubriendo siglos y siglos de grafitis y tumbas de reyes cruzados.
Me maravillo ante los numerosos hallazgos arqueológicos que a lo largo de los años, tanto en Jerusalén como en otros lugares, han aportado credibilidad a las Escrituras y a las tradiciones que rodean la muerte de Jesús, como es el caso de un ornamentado osario que quizá contenga los huesos de Caifás, una inscripción que alude al mandato de Poncio Pilato y un hueso calcáneo perforado por un clavo de hierro para crucifixiones hallado dentro de la tumba de un judío llamado Yehohanan en Jerusalén.
También me impresionan las múltiples cadenas de indicios que aquí convergen. A apenas unos metros de la sepultura de Cristo hay otros sepulcros contemporáneos, confirmación de que esta iglesia, destruida y reconstruida dos veces, se levantó efectivamente sobre una necrópolis judía. Recuerdo estar sola dentro del sepulcro, cuyo revestimiento de mármol se había retirado provisionalmente, y sentirme abrumada al saber que contemplaba uno de los monumentos más importantes del mundo: un sencillo saliente de piedra caliza que se venera desde hace milenios, una estampa que nadie había visto en quizá mil años.
Sentía el peso de todos los interrogantes históricos que aquel instante revelador, tan fugaz como espectacular, acabaría por responder. Hoy, en mi visita pascual, estoy una vez más dentro de la tumba, compartiendo su angostura con tres rusas que cubren su cabeza con pañuelo. El mármol está de nuevo en su lugar, protegiendo el lecho funerario de los besos y los rosarios y las estampas que continuamente friegan y refriegan la superficie pulimentada por el tiempo. La más joven de las tres ruega en un susurro a Jesús que sane a su hijo Yevgeni, enfermo de leucemia.
Desde la puerta, un sacerdote nos recuerda a voces que se nos ha acabado el tiempo, que hay más peregrinos esperando. De mala gana, las mujeres se levantan y salen en fila; yo las sigo. En ese momento comprendo que para los creyentes sinceros la búsqueda científica del Jesús histórico y no sobrenatural carece de importancia. Es una búsqueda que no concluirá jamás, cuajada de teorías mudables, dudas irresolubles, datos irreconciliables. Pero para los fieles verdaderos, su fe en la vida, la muerte y la Resurrección del Hijo de Dios es una prueba más que suficiente.
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