No es posible conocer el Peloponeso en un solo viaje: no por su extensión, algo inferior a la de la provincia española de Badajoz, sino por su extrema densidad. La Isla de Pélope es la cristalización más compacta del devenir de Grecia, una amalgama de su geografía y de su historia –natural, humana y divina– tan sólida y compleja que, para conocerla, habría que internarse en ella como un insecto diminuto en el corazón de una granada. Para recorrer con atención y con provecho esta accidentada península que los Balcanes tienden como una mano montañosa al mar, hace falta lentitud, tiempo para exponerse a los estímulos, sosiego para los sentidos y espacio para las maniobras de la memoria. El Peloponeso, más que ningún otro lugar, es un epítome de Grecia.
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