Si cierro los ojos y pienso en Provenza, veo los campos de lavanda recortándose contra el atardecer pardo y malva. Un poema que va desde el azul cobalto al morado, pasando por el rojo. Refiriéndose a esa región del sur francés, Van Gogh pensaba, como Pissarro y Gauguin, que el poderoso sol provenzal te ayudaba a descubrir la simplicidad de los colores, su pureza elemental. Que Provenza es un país muy propicio para el amor y el arte no puede ponerlo en duda nadie, y por eso la eligió Van Gogh y luego el escritor británico Lawrence Durrell y el actor y también escritor Dirk Bogarde. Todos ellos disfrutaron en Provenza de los placeres del cuerpo y del alma como en ningún otro lugar de la tierra. En 1914, Picasso se enamoró de Aviñón. Yo me enamoré cien años más tarde, pero seguro que con igual intensidad. El Palacio de los Papas refleja el poder imperial tal y como se entendía en la Baja Edad Media. El espíritu militar preside su estructura gótica, reposada y, a la vez, puntiaguda y belicosa. No en vano fue la residencia de nueve papas entre 1316 y 1403, mientras la Iglesia se debatía entre dar el poder a Roma o a Aviñón. Camino del puente Saint Bénézet –cruza el Ródano solo hasta la mitad desde los derrumbes de 1660– se descubren las murallas, el Pequeño Palacio y la Catedral de Doms, de cúpula románica, que acentúan la sensación de estar pisando un tejido urbano de belleza casi irreal.
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