No sabemos con exactitud por qué, después de unos 240.000 años vagando por África, los humanos anatómicamente modernos emprendieron la andadura definitiva que los sacó del continente materno y los llevó a conquistar el mundo.
Nuestro dominio no estaba ni mucho menos predestinado. Al fin y al cabo, y como es bien sabido, la vida es casi siempre accidental.
Si esta cuestión ocupa mi pensamiento, es porque a lo largo de los casi nueve años que llevo desarrollando este proyecto narrativo he recorrido a pie las sendas de la Edad de Piedra por las que nuestros antepasados salieron de África y se dispersaron. He llegado al Sudeste Asiático. La última etapa llevará mis pasos hasta el confín de América del Sur, donde Homo sapiens alcanzó el límite del horizonte continental. Mi objetivo siempre ha sido simple: desacelerar mi vida, ralentizar el pensamiento, el trabajo, las horas. Por desgracia, el mundo tenía otros planes. Crisis climáticas apocalípticas. Extinciones generalizadas. Migraciones humanas forzosas. Revueltas populistas. Un coronavirus letal. Más de 3.000 amaneceres me he atado las botas para recorrer un planeta que por momentos parece acelerarse, temblando bajo los pies, hacia unos ajustes de cuentas históricos. Pero hasta que llegué a Myanmar, mis pasos nunca me habían conducido a un golpe de Estado.
En Yangón me desperté una mañana en un hotel de cuarentena y me apresuré a llenar la bañera con una herrumbrosa agua potable. Era 1 de febrero. Un asesino uniformado había anunciado en televisión la detención del Gobierno electo de Aung San Suu Kyi. Militares y policías tomaban las calles. Pronto empezarían a disparar contra los manifestantes –hombres, mujeres, niños–, apuntándoles a la cabeza. Poco después habría poetas acusados de subversivos, detenidos, ejecutados. Aquella primera mañana del golpe, sin embargo, mis preocupaciones eran miopes. Registré la papelera en busca del arroz sobrante de la víspera. ¿Qué hacía con el minibar? ¿Atrancar la puerta? ¿O lanzárselo a la cabeza a los visigodos de la calle? (Estaba en un noveno piso).
Abundan las hipótesis sobre por qué salimos de África y nos dispersamos. Algunos investigadores sostienen que una colosal punzada de hambre nos catapultó fuera del terruño: nos habíamos comido trozos de nuestras sabanas nativas. Otros expertos dicen que la «Arabia verde», una versión más fértil de Oriente Próximo, atrajo a nuestros zanquilargos ancestros hacia nuevos cazaderos. Hay quien defiende que nos aficionamos a rebuscar en las playas y salimos de nuestra zona de confort africana siguiendo el contorno de unos litorales recién expuestos por el descenso del nivel del mar. (Es la teoría de la migración costera).
Mi hipótesis favorita tiene que ver con la voz de la memoria. Y reza como sigue: Los humanos arcaicos vivieron mucho tiempo al borde de la extinción. Nuestra presencia era ínfima en aquellas tierras antediluvianas. Alguien inventaba, pongamos por caso, una nueva herramienta, pero aquella innovación se perdía cuando moría el último integrante de su clan. Los progresos no se propagaban, jamás se transmitían. Y así fue durante monótonos milenios: descubrir, olvidar, reinventar. Un trabajo de Sísifo. No abrimos la puerta del planeta hasta que las poblaciones humanas alcanzaron un tamaño y una estabilidad suficientes para retener y perfeccionar los descubrimientos. Hasta que empezamos a guardar recuerdos ajenos. Hasta que ganamos la batalla al olvido. Entonces avanzamos.
Me acerco a la mitad de mi descabellada caminata de 38.500 kilómetros hacia el naciente. Es normal recordar los miles de rostros que he encontrado en el camino. ¿Cuáles de ellos parecían mejor equipados para superar –si no dominar– los retos de nuestra incierta época? ¿Quién podría dar el paso al próximo siglo con las facultades intactas?
A medida que la represión tomaba un cariz violento, una extraña amnesia cayó sobre Yangón. Los mensajes se autodestruían. Amigos birmanos defensores de la democracia –activistas, artistas, estudiantes, jóvenes al cuidado de las barricadas– se habían pasado a aplicaciones encriptadas. Los militares fisgaban en los móviles de los civiles en los puestos de control. Así que por seguridad ponías caducidad a los mensajes (seis horas, una hora, un minuto) y asistías a la desaparición irreversible de tu vida en conversaciones digitales. Mi madre dijo No quiero ver a mis dos hijas en la cárcel […] en Tamwe están disparando a la gente […] Ten cuidado […] Estoy tratando de pedir asilo político en un tercer país […] Perdona la tardanza en responder, tuve una especie de ataque de ansiedad […].
Estos angustiados documentos de miedo, ira y aliento se habían esfumado cada vez que abría los ojos a un nuevo amanecer amarillo. Caminaba a través de una revolución en estado de afasia. Imagino que nunca había estado tan cerca del momento de nuestro nacimiento.
Recuerda un paseo por Nueva York con Tony Hiss.
Hiss, un escritor e intelectual cuyo pesimismo era tan humanitario, tan docto, que a menudo retornaba a una suerte de magullado optimismo, acababa de publicar In Motion, un libro en el que analizaba lo que ha denominado viaje profundo, una sensación de «despertar estando ya despierto» que embruja a los seres humanos en su estado natural, esto es, cuando están desplazándose.
¿Qué nuevas tendencias me recomendaba vigilar, le pregunté, en mi parsimonioso avance a través de un siglo XXI en aceleración? Era 2011, el año de la Primavera Árabe. Un tsunami había barrido la costa de Japón. Aguijoneado por fanáticos intolerantes, el primer presidente negro de Estados Unidos había hecho pública su partida de nacimiento para demostrar su ciudadanía.
«La pérdida anticipatoria», contestó sin vacilar.
Se refería a la creciente ansiedad de una minoría privilegiada que, por azar de raza, género o nacionalidad, había heredado una porción desproporcionada de poder en la Tierra y de pronto percibía la extinción inexorable de sus ventajas.
Hiss debió de percibir mi escepticismo. Alzó la mirada miope hacia los zigurats de acero de Manhattan y dijo: «Recuerda. Todo esto es temporal».
Recuerda los pies de Kader Yarri.
Encallecidos, planos cual filetes de carne de vacuno, pendían de las caderas de Yarri como las pesas cuelgan de un péndulo: sin dificultad, sin cansancio –tentado estoy de decir que sin fin– a través del Gran Rift Valley etíope. Yarri y yo recorrimos juntos unos 250 kilómetros de un desierto de aberrante belleza, atravesando con dos dromedarios de carga aquellas cortinas de luz ardiente en dirección al golfo de Adén. Sus sandalias de goma parecían deslizarse sobre la Tierra como si fueran patines. Era aquel un andar de eficiencia sobrehumana: transcontinental, antiquísimo, diseñado para engullir infinitos kilómetros de geografía en pos de la lluvia.
Yarri era un pastor afar.
Al principio leí desapego en sus silencios: para los pastores, las personas sedentarias sin ganado son seres inferiores. Pero me equivocaba. No era desdén, sino una firmeza vigilante. «¿Qué van a comer los dromedarios?», me preguntó un día, preocupado por la mala elección del campamento. Yo me encogí de hombros. Recogí una piedra, se la tendí. Fue la única vez en un mes que lo vi reír.
Yarri era el hombre avizor. Inspeccionaba los horizontes con la mirada, de lado a lado, como un radar Doppler. Decía estar buscando nubes. Las nubes son sinónimo de humedad. Y la humedad es sinónimo de hierba. En los últimos tiempos, el clima se había vuelto loco en aquel paraíso suyo de árboles espinosos. Lluvias que no llegaban. Charcas que se secaban. Hierba que no rebrotaba. Se cocía una guerra por los recursos entre su pueblo y los issa, un grupo étnico somalí que subía desde sus propias llanuras enralecidas.
El movimiento es nuestra estrategia de supervivencia más atávica. Los pastores se desplazan a pie para sortear los cataclismos. Las gentes de la Edad de Piedra a las que yo seguía probablemente hicieron otro tanto. Nos recuerdan: lleva encima tu hogar, como la cuenta de un rosario que se frota entre el pulgar y el índice. No levantes los pies sin necesidad. Prepárate para cambiar.
Recorrer el siglo XXI divide a los humanos en dos taxones.
Los vencedores se desplazan sobre el trasero, sentados en máquinas. El resto viaja encaramado sobre los huesos: caminan. A lo largo del sendero global te topas con muchos individuos de la segunda categoría: los invisibles. Refugiados. Proscritos. Los desplazados. Los desempleados, los desalojados, los apátridas. Migrantes forzosos: la ONU los cifra en no menos de 80 millones.
Recuerda sus comidas.
En las montañas de Nagorno-Karabaj llamé a la puerta de un apartamento ruinoso en el que vivían unos refugiados armenios procedentes de Siria. «Spasek!», gritaron las mujeres. «¡Espere!». Oí cómo al otro lado de la puerta preparaban rápidamente una receta de pepino, sal, queso y pan ácimo duro. Una y otra vez me rellenaban el plato, que era un papel de periódico. Ni a sentarse accedieron. Dos maletas contenían todas sus pertenencias.
En un bar de carretera de Djibouti unos tímidos migrantes somalíes me invitaron a vasos y más vasos de té rojo. Eran carne de contrabandistas con destino a Arabia. Blanco, varón, con pasaporte, sin duda yo era el caminante más privilegiado en 1.500 kilómetros a la redonda. Pero aquellos hombres, que habían dejado en el desierto a camaradas muertos por deshidratación, me servían azúcar a cucharadas como si el famélico fuese yo.
Los sirios desplazados de Homs, ciudad de varias emperatrices romanas, sobrevivían en Jordania recogiendo –y comiendo– tomates. «Carne no hay –se disculpó uno–. Aquí el pollo solo lo vemos en sueños». Homs había quedado reducida a átomos por la artillería del presidente sirio Bashar al-Assad. Algunos exiliados lloraban al contar su historia. Una familia se echó a reír cuando el abuelo se describió a sí mismo comiendo hierba para no morir de inanición. Compartían lo que tenían: tomate estofado, tomate crudo, tomate encurtido.
Por las noches me despertaba tapado bajo sus mantas. Mi compañero de viaje, un áspero beduino de nombre Hamoudi Alweijah al-Bedul, repartió toda nuestra comida. Nos alejábamos de aquellos encuentros sumidos en un estupefacto silencio que duraba kilómetros, apabullados por la generosidad siria. Nunca me he sentido más rico, más nutrido, que en aquellas tiendas arenosas.
Recuerda Jiva.
Mi trabajosa andadura por la estepa nómada de Karakalpakistán me llevó hasta una ciudad que brillaba como un confite de arenisca amarilla bajo el sol. Más de cuatro siglos antes de que Europa se ilustrase, el oasis de Jiva –como Bujará y Samarcanda– era un nodo de cultura global en lo que hoy es Uzbekistán: un centro de distribución de librepensamiento, ciencia, arte, tecnología e idiomas. La filosofía griega importada del Mediterráneo contribuyó al advenimiento de una era gloriosa de esplendor intelectual islámico. Innovaciones como la pulpa de celulosa para la fabricación de papel, el acero forjado y las primeras matemáticas avanzadas llegaron a Europa desde Oriente en caravanas de camellos. La Ruta de la Seda reventó como un ariete las puertas mentales del Viejo Mundo.
«Para sobrevivir en este desierto necesitas cultivar –me explicó Gavjar Durdíeva, un arquitecto de Jiva–. Y para cultivar necesitas comprender los sistemas de irrigación, y eso requiere conocimientos de ingeniería. Explotamos las matemáticas para comer».
Con orgullo, me enumeró a los genios de la Ruta de la Seda que hace mil años inventaron el algoritmo o calcularon el radio de la Tierra. Pero la Jiva de hoy es una pieza de vitrina. Los turistas paladean sus capuchinos bajo unas murallas formidables que ya no defienden nada del ataque de nada.
Las murallas seculares son un rasgo común de la Ruta de la Seda.
Durante dos años dejé atrás almenas, parapetos y baluartes. Si bien es cierto que aquellas defensas medievales ponían coto a saqueadores y nómadas armados, la verdad es que los opulentos reinos multiétnicos que comerciaban en Asia Central se pudrieron desde dentro. Sucumbieron a la polarización política y religiosa, al caos de las luchas dinásticas, al fanatismo sectario (el cisma chiitas-sunníes), la intolerancia, las purgas antirracionales y, al final, al estancamiento. A la altura del siglo XIII, Gengis Kan los había arrasado.
Las murallas son monumentos al fracaso político. Ojo con qué se encierra en ellas.
Recuerda a Saroj Devi Yadav.
Llevaba un pañuelo de color fucsia y tenía el pie derecho vendado por culpa de una espina. Vivía en una granja en Rajastán, la India, a unos 15 kilómetros de Jaipur. Sus trigales chispeaban al sol, y los búfalos se refrescaban en las charcas de barro. Yo llevaba semanas cruzando paisajes como aquel.
«Aquí llevamos nosotras las cosas. Qué remedio –me dijo Yadav, la severa matriarca de su pequeña granja gestionada exclusivamente por mujeres–. Los hombres están todos trabajando en la ciudad».
Le pregunté por las cosechas. (No muy buenas). Por las veleidades meteorológicas. (Los monzones duraban un suspiro). Ella era una de los 600 millones de personas –casi la mitad de la población india– que padecía la peor crisis hídrica del mundo. Los vecinos erigían decenas de miles de diques diminutos, empeñados en retener hasta la última gota de lluvia. Algunos se pasaban a cultivos más antiguos y menos rentables, pero adaptados a la sequía, como el mijo. Pero aquellos esfuerzos eran mínimos apaños frente a atolladeros mucho peores.
Si te pierdes en medio de la nada, dice la sabiduría popular, sigue el río. El agua discurre hacia la civilización. Yo siempre había seguido aquel consejo. Y la civilización era así: Saroj Devi Yadav, casada contra su voluntad a los 13 años, araba los campos con sus nietas. Mujeres como ellas son el grueso de la mano de obra agrícola en la mayor parte de la India. Pero como tantas otras, ella no era la dueña del terreno. La tierra estaba a nombre de su marido ausente. La India sigue siendo propiedad de los hombres.
Interrumpí mi andadura en Yangón.
El Ejército abatía cientos de civiles. Una larga guerra civil se recrudecía. El camino que tenía por delante era demasiado peligroso. Infringiendo el protocolo de mi viaje, tomé un avión a China.
En Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich, una criatura recuerda a una abuela que decía adiós a su casa de labor envenenada, radiactiva, vaciando el mijo en la huerta «para los pajarillos de Dios» y esparciendo huevos de gallina para el gato y el perro que se quedarían allí. «Luego le hizo una reverencia a la casa. Se inclinó ante el cobertizo. Recorrió los manzanos y saludó a cada árbol».
A mí me dieron ganas de hacer una reverencia a Yangón. Les puedo asegurar que en esta vida o en la próxima pagaré el haber abandonado a mis amigos birmanos en semejantes circunstancias.
Visité un barrio arbolado para despedirme de algunos. Eran activistas prodemocracia en la clandestinidad. Por dentro, la casa parecía un colegio mayor. El vestíbulo abarrotado de bicicletas. Una guitarra apoyada en un rincón. Mis amigos estaban en torno a una mesa, aplicados en aprender a disparar flechas con un arco de bambú contra las tropas de la junta militar. ¿Qué antigüedad tienen estas escenas? La punta de flecha más antigua que se conoce data de hace 61.000 años. Se encontró en la cueva de Sibudu, en Sudáfrica. Sin duda fue invención del Homo sapiens arcaico que estoy siguiendo.
«Todos vamos a tener que afrontar esta batalla –dijo un tatuado productor de vídeo en la casa franca–. Nadie va a salir sin un rasguño».
Parecía la bendición previa a un inminente viaje colectivo. ¿Qué consejo podía ofrecer yo? ¿Caminar siempre hacia la lluvia? ¿Compartir lo poco que tienes? ¿No fiarte nunca de una muralla? Nos deseamos suerte mutuamente. Las flechas se quedaron apiladas en la mesa, al lado de un iPad.
Me dije: Recuerda esto.
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National Geographic Society, comprometida con la divulgación y protección de las maravillas de nuestro planeta, financia al Explorador Paul Salopek y su proyecto Caminata Más Allá del Edén desde 2013, así como la labor del Explorador John Stanmeyer sobre la migración humana. Más información en natgeo.org/impact.
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Este es el décimo artículo del proyecto Caminata Más Allá del Edén de Paul Salopek, periodista y Premio Pulitzer. John Stanmeyer es el autor de las fotografías de 18 reportajes publicados en la revista.
Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2021 de la revista National Geographic.
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