Las únicas carreteras abiertas en el asediado estado del Tigré conducen a infinitos relatos de horror.
Caminando por un sendero de las afueras de Abiy Adi, en el centro del estado noretíope del Tigré, Araya Gebretekle me cuenta su historia. Tenía seis hijos varones. Envió a cinco a recoger el mijo de los campos de la familia. Cuatro no regresaron.
Cuando los soldados etíopes llegaron a su aldea en el mes de febrero, «mis hijos no huyeron –dice Araya (a los etíopes se les llama por el nombre, no por el apellido), enjugándose las lágrimas con el pañuelo blanco que le cubre la cabeza–. Ni se les ocurrió que pudiesen matarlos mientras recogían la cosecha». Pero los militares apuntaron a sus hijos con las armas y una soldado dio la orden de disparar. «Venga, acabad con ellos de una vez», dijo. Los hermanos suplicaron. «Somos simples campesinos. Dejad con vida a uno de nosotros para que cultive y cuide de los animales», rogaron. Los soldados perdonaron la vida al más joven, un chiquillo de 15 años, y ejecutaron a los demás. Dejaron los cadáveres en el campo en el que cayeron.
Tres meses más tarde, «mi esposa no sale de casa, se pasa las horas llorando –prosigue Araya–. Yo es el primer día que salgo, y sueño con ellos todas las noches». Vuelve a secarse las lágrimas. «Había seis hijos. Al mayor también le pedí que fuera a los cultivos, pero gracias a Dios no quiso».
En el Hospital de Referencia Ayder de la capital estatal, Mekele, la joven de 13 años Kesanet Gebremichael aúlla cuando la enfermera le cambia las vendas y le hace las curas sobre la carne abrasada. La muchacha estaba cocinando en la aldea de Ahferom, en el Tigré central, cuando su vivienda de adobe recibió fuego de mortero. «Mi casa quedó destruida en el incendio –cuenta su madre, Gener Asmelash–. Mi niña estaba dentro». Kesanet sufrió quemaduras en más del 40 % del cuerpo.
En una casa de acogida de Mekele, una mujer de 33 años cuenta que fue violada por militares en dos ocasiones, una en su casa de Idaga Hamus y otra cuando trataba de huir a Mekele con su hijo de 12 años. (Los nombres de las víctimas de violaciones que aparecen en este artículo se han omitido para proteger su intimidad). La segunda vez la bajaron a la fuerza de un microbús, la drogaron y se la llevaron a un campamento militar, donde la ataron a un árbol y la agredieron sexualmente durante 10 días. Perdía el conocimiento intermitentemente, superada por el dolor, el agotamiento y el trauma. Una de las veces que recobró la conciencia, al abrir los ojos se encontró con una visión espeluznante: su hijo y una mujer con su recién nacido yacían muertos a sus pies. «Vi a mi hijo sangrando por el cuello –dice–. Estaba muerto». Con los puños apretados contra el rostro, emite un visceral alarido de dolor y pena, incapaz de contener el llanto. «No lo enterré –grita entre sollozos–. No lo enterré».
Lo que empezó como una disputa política entre el primer ministro etíope, Abiy Ahmed, y el partido gobernante del Tigré, el Frente de Liberación del Pueblo del Tigré (FLPT), ha desembocado en una guerra de tintes genocidas, una grave crisis humanitaria que amenaza millones de vidas y la existencia misma de Etiopía. Unos dos millones de habitantes del Tigré, la tercera parte de la población del estado, se han visto desplazados. Millones de personas necesitan ayuda alimentaria de emergencia y miles han sido asesinadas. Con todo, se ignora la verdadera dimensión de la catástrofe, porque el Gobierno federal ha cortado las comunicaciones y restringido el acceso al Tigré.
A mediados de mayo, cuando se tomaron las fotografías de este artículo, la situación era desesperada. La mayoría de las rutas que salían de Mekele en dirección norte y sur estaban cerradas a los periodistas y a la ayuda humanitaria. Una carretera que iba al oeste estaba jalonada por tanques calcinados y ambulancias saqueadas, a las que habían despojado del motor y las ruedas. Los bosquecillos de eucaliptos cedían el paso a campos pedregosos sin cultivar y a un rosario interminable de puestos de control vigilados por tropas etíopes. Soldados de la vecina Eritrea se paseaban por las aldeas como Pedro por su casa. Hombres, mujeres y niños –civiles– vivían aterrorizados y traumatizados, rezando por quienes todavía no habían logrado llegar a Mekele o algún otro lugar relativamente seguro. La gente mencionaba una y otra vez a incontables allegados y conocidos que seguían ocultos. Temían lo que pudiera pasar.
Las líneas de fractura de este conflicto se remontan varias décadas, transitando por múltiples regímenes políticos, alianzas rotas y un interrogante siempre polémico: ¿cómo unir las más de 80 etnias de Etiopía en un país único y estable?
«El verdadero problema político del país es el que enfrenta a los partidarios del Estado unificado y a quienes defienden la federación plurinacional que garantiza el autogobierno de los grupos étnicos», dice Tsega Etefa, profesor etíope de la Universidad Colgate, en el estado de Nueva York, que ha estudiado el conflicto étnico de la región.
Durante buena parte del siglo xx el poder político estuvo centralizado. El último emperador de Etiopía, Haile Selassie, gobernó el país durante 44 años, hasta que en 1974 lo derrocó un grupo de oficiales del Ejército llamado el Derg. Liderado por Mengistu Haile Mariam, el Derg no tardó en imponer un régimen autoritario marcado por la opresión más brutal. La oposición surgió casi de inmediato desde los grupos étnicos –entre ellos los tigranios–, resentidos contra el yugo de la dictadura. En 1975 se fundó el FLPT como una milicia, que con el tiempo se convirtió en una de las más eficaces.
El empeño de Mengistu por aplastar el FLPT y otros grupos rebeldes condujo a una situación semejante a la actual: una sanguinaria contrainsurgencia que derivó en una hambruna catastrófica. Entre 1983 y 1985 hubo en Etiopía cientos de miles de muertos por inanición, buena parte de ellos en el Tigré. La contrainsurgencia fracasó: ayudados por guerrilleros eritreos, grupos rebeldes de Amhara y Oromia se unieron bajo la bandera de una alianza liderada por el FLPT, el llamado Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (FDRPE), y derrocaron a Mengistu en 1991.
El FDRPE tomó el control del país y estableció un sistema de federalismo étnico que dividía Etiopía en estados semiautónomos demarcados por criterios étnicos. El vínculo entre política y etnia quedó así reforzado.
En la práctica, el poder seguía estando centralizado. El FLPT, que representaba tan solo al 6 % de la población etíope, se consolidó como la primera fuerza política en la coalición gobernante del FDRPE, con Meles Zenawi como primer ministro. El nuevo Gobierno obró una radical mejoría económica y redujo la inseguridad alimentaria. Pero al igual que el régimen que había desafiado, el FDRPE era represivo: aplastaba la disidencia, coartaba la libertad de expresión y encarcelaba y torturaba a los adversarios políticos. Y al igual que el régimen anterior, acabó enfrentándose también a Eritrea, que había sido anexionada por Etiopía en 1962. En 1993 Eritrea declaró la independencia. En 1998, los dos antiguos aliados estaban en guerra por una frontera disputada, un conflicto que se prolongaría 20 años en punto muerto.
El federalismo tampoco logró limar asperezas en la esfera interna. En 2014 estallaron protestas en Oromia, el estado etíope más poblado, contra el plan del Gobierno de arrebatarle territorio con el que ampliar Adís Abeba, la capital del país. Los oromo llevaban mucho tiempo sintiéndose marginados y perseguidos; la anexión de territorio fue como echar gasolina al fuego. Las protestas se propagaron a otras zonas, incluida Amhara, donde la hostilidad cristalizaba en una disputa territorial con el Tigré. Tras una represión brutal y una escalada de violencia entre fuerzas gubernamentales y grupos paramilitares étnicos, el primer ministro Hailemariam Desalegn, que había sustituido a Meles al morir este en 2012, presentó su dimisión. Abiy, de etnia oromo, ocupó el cargo en 2018.
Al principio pareció que Abiy encarrilaba a Etiopía en una nueva dirección. Liberó presos políticos, levantó restricciones a la libertad de prensa y trabajó por resolver el conflicto con Eritrea, lo que le valió el Premio Nobel de la Paz en 2019. Pero al mismo tiempo enjuició a tigranios y los purgó del Gobierno, y reorganizó la coalición gobernante en un partido único, el Partido de la Prosperidad, una maniobra que señalaba la vuelta al autoritarismo.
El FLPT, que había dominado la esfera política durante casi 30 años, se vio relegado en el tablero nacional cuando se negó a integrarse en el Partido de la Prosperidad de Abiy, quien leyó la negativa como un intento de debilitar la federación étnica que él había creado. Pero el FLPT seguía siendo potente en el Tigré, pues controlaba el Gobierno regional y hasta 250.000 soldados. Cuando en 2020 se pospusieron las elecciones a causa de la pandemia, el FLPT celebró de todos modos los comicios regionales del Tigré. El Gobierno federal tomó represalias: ilegalizó el Gobierno regional y amenazó con recanalizar su financiación.
El 3 de noviembre de 2020, el FLPT se incautó de una base militar federal en lo que calificó de ataque preventivo. Al día siguiente el Gobierno etíope puso en marcha una vasta ofensiva militar y cortó el suministro eléctrico y las comunicaciones en el Tigré. Fuerzas eritreas invadieron el Tigré desde el norte mientras milicias procedentes de Amhara avanzaban en masa desde el sur. Unas y otras tenían cuentas pendientes con el FLPT: los eritreos culpan al partido de lo que sufrieron en la guerra contra Etiopía; los amhara denuncian que los tigranios se prevalieron de la implantación del federalismo étnico para anexionarse algunas de sus tierras más valiosas.
Pronto quedó de manifiesto que el FLPT no era el único objetivo. Se acumulan las denuncias de atrocidades perpetradas contra la población civil del Tigré: violaciones, matanzas, ataques indiscriminados y el saqueo flagrante de hospitales y dispensarios. «La gran mayoría de los soldados se sienten sucios, avergonzados y humillados cuando participan en masacres o violaciones grupales –dice Alex de Waal, director de la World Peace Foundation, una fundación de la Universidad Tufts–. Lo hacen porque así se lo ordenan. Cuando es a tan gran escala, es porque alguien ha dado una orden».
A todos los bandos –incluido el FLPT– se les ha acusado de cometer crímenes de guerra, pero los testigos atribuyen a los eritreos algunas de las agresiones más terribles. La mujer que pasó 10 días atada a un árbol afirma que los soldados que la violaron y asesinaron a su hijo eran eritreos con uniforme etíope. «Los reconocí por los cortes de la cara y el calzado de plástico», característico de los soldados eritreos. Hablaban en tigriña, cuando las tropas etíopes se comunican en amárico.
Adiam Bahare, de 19 años, vio cómo unos soldados eritreos asesinaban a tres familiares suyos en May Kinetal, en el Tigré central. «Los juntaron con otros hombres de una aldea vecina y les pegaron un tiro como en las ejecuciones –relata–. Yo estaba en casa, oí los disparos y los vi caer uno por uno». Adiam agarró al bebé de uno de aquellos parientes y huyó a unas cuevas cercanas. Al final consiguió llegar a un albergue de desplazados de Mekele.
Muchos centros médicos no pueden tratar a los heridos adecuadamente porque han sido desvalijados. «Aquí hubo pillaje de dos tipos –explica Adissu Hailu, director del hospital general de Abiy Adi–. Primero llegaron las tropas eritreas y se llevaron todo lo que pudieron. Luego este hospital se usó como base militar». Cuenta que los soldados lo vendieron todo, hasta las neveras. El hospital pudo reabrir cuando se fueron, pero el personal no tenía ningún equipo médico. Aun así, el hospital estaba desbordado de pacientes.
Mientras tanto, la gente se muere de hambre.
«Un total de 5,2 millones de personas, nada más y nada menos que el 91 % de la población del Tigré, necesita ayuda alimentaria de emergencia», declara Peter Smerdon, portavoz del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU para el África oriental. El 50 % de las madres y casi una cuarta parte de los niños que el PMA ha podido examinar presentan malnutrición. Las tropas eritreas y etíopes usan el hambre como arma: bloquean y desvían el reparto de la ayuda humanitaria, se apropian de provisiones y ganado e impiden que los agricultores atiendan sus cultivos.
Abeba Generu, embarazada de su sexto hijo, se escondió de la violencia en una cueva, donde su único alimento eran judías tostadas. El bebé, una niña, nació con malnutrición y ella no tenía leche para amamantarla. «Intentaba apretarme el pecho a ver si salía algo», recuerda. Su hija y ella están recibiendo tratamiento en una clínica de Abiy Adi.
La guerra estalló en la temporada de recolección. En mayo tocaba plantar. En una aldea de la carretera que une Mekele y Abiy Adi, Kiros Tadros, padre de siete hijos, estaba en los campos. El cambio climático ya había complicado los años anteriores: «Es como el apocalipsis, primero la guerra y luego las granizadas y las langostas.
»Nuestra tierra y también los montes que miran a nuestras casas estaban invadidos de soldados eritreos –relata–. Bajaban a cada casa y exigían que les diésemos comida, que les entregásemos nuestro ganado. También nos prohibieron arar y dijeron que teníamos que darles información sobre el paradero de la milicia».
La ONU ha reclamado que se investiguen los crímenes de guerra, y Estados Unidos ha interrumpido la ayuda económica y en materia de seguridad que prestaba a Etiopía. Pero las contramedidas más eficaces las han tomado los tigranios. El FLPT no deja de recibir nuevas incorporaciones, espoleadas por la violencia perpetrada contra sus comunidades. El 20 % del Ejército etíope y una importante proporción de los oficiales y el personal técnico eran tigranios: hoy combaten en favor del FLPT. En junio empezaron a recuperar el control de grandes franjas del Tigré, y poco después hicieron marchar por las calles de Mekele a más de 6.000 soldados etíopes capturados.
Tras declarar un alto el fuego unilateral para disimular el hecho de que estaba encajando derrota tras derrota, Abiy instó a «todos los etíopes aptos» a unirse a las milicias y defender Etiopía frente al FLPT, al que acusó de ser «una panda de traidores que muerden la mano que les dio de comer y vuelven la espalda a la Etiopía que les dio de mamar». Hay informes que hablan de la detención y desaparición de tigranios y del cierre de sus negocios en distintas ciudades del territorio etíope.
Aun así el FLPT continúa su ofensiva. «Las guerras no se ganan movilizando a medio millón de campesinos con armamento ligero», dice De Waal. Máxime para combatir contra unas fuerzas «que prácticamente han derrotado a tu ejército regular y capturado todo su material». Los combates se han extendido hacia el este hasta alcanzar Afar, hacia el sur hasta Amhara y hacia el oeste dentro del Tigré para abrir una línea de suministro con Sudán.
Abiy se enfrenta a una insurgencia en su estado natal de Oromia.Hay conflicto entre los pueblos afar y somalí, entre los amhara y los oromo, y entre los gumuz y los amhara y los gumuz y los oromo.
También se ciernen sobre Etiopía amenazas externas. Sudán se ha adueñado del territorio disputado de Al-Fashaga, lo que ha provocado el desalojo de agricultores etíopes y enfrentamientos entre ambos países. La fértil zona fronteriza, que los etíopes llaman Mazega, es una pieza clave en la actual pugna a propósito de la Gran Presa del Renacimiento Etíope. Esta enorme obra hidroeléctrica sobre el Nilo Azul ha provocado tensiones con Sudán y Egipto, que han firmado un acuerdo de cooperación militar.
El futuro de Etiopía es cada vez más incierto. Una mujer de 47 años procedente de Inda Silase, en el Tigré, sabe bien lo que está en juego. Fue violada delante de sus hijos por unos soldados que le dijeron que había que eliminar la raza tigrania.
Las recientes victorias del FLPT no logran aliviar su dolor, como tampoco el de tantas otras vidas atrapadas en esta cruenta guerra. En el Hospital de Referencia Ayder de Mekele han tratado a centenares de mujeres violadas. «Pero las cifras no reflejan lo que de verdad se está viviendo en la calle –afirma Mussie Tesfay Atsbaha, gerente del hospital–. Por cada paciente que recibimos, otros 20 se mueren sabe Dios dónde.
»Nunca había visto el infierno. Ahora sí».
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National Geographic Society, comprometida con la divulgación y protección de las maravillas de nuestro planeta, financia desde 2020 el trabajo de la Exploradora Lynsey Addario sobre la pandemia de COVID-19.
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La fotógrafa Lynsey Addario, ganadora de un Premio Pulitzer, ha publicado una autobiografía titulada It's What I Do. La redactora Rachel Hartigan trabaja en un libro sobre la búsqueda de Amelia Earhart.
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Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2021 de la revista National Geographic.
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