Ya no quedan caravanas ni mercaderes ni seda, pero la grandeza de Samarcanda es palpable nada más pisar la plaza del Registán. Observando las tres imponentes madrasas (escuelas) es imposible no sentirlo: el lugar tiene un magnetismo especial. Y aunque la fama de Samarcanda se asocia a Tamerlán, que estableció aquí la capital de su imperio, esta plaza debe su majestuosidad a su nieto, el astrónomo Ulug Beg, quien ordenó erigir la primera madrasa en el siglo XV. Hoy los tres edificios sobrecogen con la misma intensidad que antaño.
Una parada en la Ruta de la Seda
Con la disposición actual cuesta imaginar que en otra época aquí estuviera el bazar por el que pasaban las caravanas venidas de los confines del planeta. La Ruta de la Seda, activa entre los siglos II a.C. y XVI d.C., tenía en Samarcanda una de sus principales paradas. Equidistante entre China y el Mediterráneo, la ciudad era un refugio para los caravaneros antes de encarar los inmensos desiertos o las inexpugnables montañas. Trajinaban mercancías, pero circulaban también religiones, inventos, tradiciones… El comercio concedió prosperidad al enclave y forjó su carácter cosmopolita.
Desde lo alto de los minaretes del Registán se divisan las tres cúpulas turquesas de la mezquita Bibi Khanum, que en su día fue uno de los edificios más bellos del mundo islámico. Resistiendo precariamente los envites de los terremotos, las descomunales dimensiones de la mezquita impresionan, tal y como ideó Tamerlán: "Si dudan de nuestro poder, que miren nuestros edificios". Por eso, tras convertir esta ciudad en capital de su imperio en 1370 decidió recuperar su esplendor, perdido al ser arrasada por Gengis Khan en 1220. Durante 35 años trabajaron en ella los mejores arquitectos, artesanos, intelectuales... La ciudad floreció en los ámbitos artístico, económico y comercial. Nunca antes, ni después, fue tan bella ni importante.
Alrededor del Registán se extienden, discretas, las mahallas, los barrios residenciales populares. En sus sinuosas calles los niños tayikos –etnia mayoritaria en la ciudad– corren despreocupados; los ancianos juegan al ajedrez en las pequeñas mezquitas; los trinos de las codornices se oyen en los patios de las casas. Se respira una serenidad rural que contrasta con la animación de las calles principales. Y, sobre todo, del bazar.
Entrando al mercado por alguna de sus puertas sorprende la limpieza y el orden: aquí los puestos de verduras; allá el menaje; un poco más al fondo los peculiares kurut (bolitas de queso) junto a la miel, los frutos secos y las especias. Al salir se puede comprar el denso y sabroso pan que acompaña cada comida y que venden hombres ataviados con la ubicua tubeteika (bonete negro y blanco) o mujeres con el entrecejo bien pintado y fundas de oro adornando sus dentaduras.
Las raíces de la ciudad
La preciosa y diminuta mezquita de Khazret Khyzr corona la colina de Afrosiab, el lugar donde se fundó la ciudad en el siglo VI a.C. Hoy, esta loma es un campo de trabajo para los arqueólogos, que hallan osarios zoroastristas, cerámicas con influencias griegas traídas por Alejandro Magno (329 a.C.) o monedas que atestiguan la riqueza que tuvo desde su fundación este oasis, al pie de las montañas Zarafshan.
Es un lugar que otorga a la visita un sentido más allá del estético. Dicen que tres peregrinaciones aquí equivalen a una a La Meca
En una ladera próxima se encuentra el lugar más sagrado de la ciudad: la necrópolis Shah-i-Zinda, un conjunto de soberbios mausoleos construidos entre los siglos XI y XVI alrededor de la tumba de Kusam ibn Abbas, impulsor del islam en la zona en el siglo VII. Cada uno de ellos es en sí mismo una impresionante obra de arte recubierta de finos azulejos, mosaicos y terracotas. Al traspasar el portal se respira solemnidad: es un lugar que otorga a la visita un sentido más allá del estético. Dicen que tres peregrinaciones aquí equivalen a una a La Meca. A su alrededor se extiende el cementerio nuevo, con lápidas cinceladas con bustos de científicos, artistas, profesores y políticos, destacando entre todos el héroe de la independencia en 1991 y presidente hasta 2016, Ismail Karimov.
Caminando por la calle Ruy González de Clavijo, el embajador de Enrique III que visitó a Tamerlán y que ha pasado a la historia por su descripción del viaje y la ciudad a principios del siglo XV, se llega al precioso mausoleo Gur Emir. Allí, entre otros, se encuentra enterrado Tamerlán, a pesar de que el mausoleo lo había ordenado erigir en 1403 para su nieto Mohammed Sultán. Lo cierto es que es una obra de exquisito estilo y proporciones, con una bella cúpula turquesa acostillada. Y si el exterior asombra, el interior sobrecoge con su elaborada decoración áurea.
La tumba de Tamerlán es que es una obra de exquisito estilo y proporciones, con una bella cúpula turquesa acostillada
Cerca del mausoleo empieza la parte moderna de la ciudad, la que recibe al viajero. Trazada por el gobierno zarista en el siglo XIX, sorprende por sus enormes avenidas, bloques de viviendas, institutos, estadios... y desconcierta a quien llega buscando la Samarcanda mítica. Sin embargo, al finalizar el recorrido, la ciudad no decepciona a nadie. Uno debe sumergirse en sus bazares, perderse por las mahallas, emocionarse en sus mausoleos y mezclarse con la gente. Solo así comprenderá que sigue conservando en la actualidad la magia y grandiosidad de una ciudad que un día fue el centro mismo del mundo.
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