Las grandes expediciones a lugares remotos parecen ser cosa de países como Reino Unido, Estados Unidos o Noruega. No obstante, España también cuenta con logros en este sentido, que raras veces se difunden adecuadamente. Uno de ellos fue una expedición antártica llevada a cabo hace 20 años.
A finales de 2004, un grupo de 120 profesores y científicos españoles protagonizó la mayor expedición nacional a la Antártida realizada hasta el momento. No se trataba de una estancia en alguna de las dos bases que España tiene en el continente helado.
El objetivo era explorar la región a lo largo de 500 kilómetros. El suceso pasó desapercibido para el gran público. Pero al cumplirse su vigésimo aniversario, cabe recordar sus principales logros y describir algunas experiencias vividas en esta aventura apasionante.
Todo empezó cuando, a comienzos de 2004, la Asociación Española para la Enseñanza de las Ciencias de la Tierra (AEPECT), organización que aglutina a profesores de Geología de diversos niveles educativos, propuso llevar a cabo esta expedición durante dos semanas con fines científicos y didácticos. La dirección del proyecto estuvo a cargo de su entonces presidente, el profesor de Geología de la Universidad Complutense de Madrid Francisco Anguita.
Una Experiencia para compartir
No sería la primera vez que la AEPECT organizaba un viaje de tales características. En 1996 y 1998 se materializaron otros similares en Islandia y Australia-Nueva Zelanda, respectivamente. Conocer y estudiar in situ lugares de interés geológico, a escala planetaria, otorgaba a sus participantes valiosas herramientas científicas y didácticas para trasladar a las aulas.
Organizar una expedición así no fue tarea fácil. La logística implementada necesitó una coordinación milimétrica para ajustar fechas, vuelos, permisos y equipos. Tras unos días de aclimatación en la Patagonia argentina, los dos grupos expedicionarios partieron en turnos separados desde el puerto de Ushuaia a bordo de un antiguo barco de guerra estadounidense, reconvertido en buque de exploración polar.
A partir de ese día, las experiencias vividas fueron similares a visitar un planeta situado a muchos años luz de la Tierra.
La primera de ellas fue atravesar el aterrador pasaje de Drake: mil kilómetros de aguas oceánicas con olas descomunales, ligadas al único anillo marino latitudinal donde no hay tierra firme y que une el cabo de Hornos con la península Antártica. El barco se movía a lo largo de tres ejes diferentes, a menudo de modo simultáneo. En los dos días de travesía, apenas se pudo dormir y los mareos eran habituales.
Paisajes imposibles
Los integrantes del segundo grupo expedicionario pusimos por primera vez pie en el continente blanco el 31 de diciembre de 2004, concretamente en la isla 25 de mayo (King George), situada en el archipiélago de las Shetland del Sur.
Ya en tierra, las sorpresas se encadenaban una tras otra: cementerios de ballenas a pie de playa, pingüinos que saludaban sin temor e inefables paisajes de hielo y roca que componían una danza irreal.
El campamento base era nuestro barco y desde él se llevaron a cabo trece desembarcos mediante lanchas zodiac a otros tantos enclaves, a lo largo de una ruta de 270 millas náuticas, llegando a superar los 65º de latitud sur en la isla Petermann.
Algunos de los desembarcos más recordados tuvieron lugar en isla Decepción, una caldera volcánica activa donde se halla la base española Gabriel de Castilla, que tuvimos la suerte de visitar; bahía Paraíso y puerto Neko, ya en la propia península Antártica, y la isla Wiencke. En esta última, una intensa tormenta de nieve obligó a regresar al barco a toda velocidad, tras visitar una pequeña base británica.
Sería interminable relatar tantas y tan maravillosas experiencias vividas durante aquellos días. Hubo oportunidad de estudiar formaciones geológicas que se remontan a muchos millones de años atrás, cuando la Antártida se hallaba en zonas tropicales y albergaba bosques y dinosaurios.
Nos asombramos ante paisajes glaciares únicos y unas condiciones climáticas inigualables, donde apenas había dos horas de noche. El aire era tan puro que entraba en los pulmones de un modo nunca experimentado.
En ocasiones, el sempiterno cielo nuboso se despejaba para ofrecer colores y texturas del mar imposibles bajo el sol, mientras focas, ballenas y leones marinos mostraban su lado más amable. Todo era apabullante, todo era mágico.
Efectos del cambio climático
Se registró un extraordinario catálogo de rocas graníticas, volcánicas y metamórficas, testigos de la dilatada y compleja historia geológica de este continente. También se comprobaron los efectos del calentamiento global a través de temperaturas que raras veces bajaban de tres grados centígrados sobre cero.
Además, se documentó el retroceso en los frentes glaciares costeros y se pudo constatar la presencia de pequeñas plantas vasculares en zonas de playa.
Una vez completada la expedición con éxito, cada participante intentó compartir aquellas experiencias y conocimientos con su alumnado, así como impartiendo conferencias en sus localidades de residencia. El efecto fue multiplicador y, gracias a todo aquello, miles de personas pudieron aprender sobre la Antártida en boca de los que tuvimos la inmensa fortuna de haberla visitado.
Veinte años después, bajo la perspectiva que otorga el tiempo, todo aquello se antoja como algo único, una proeza realizada por personas entusiastas, que marcó sin estridencias y sin titulares de primera plana una de las mayores gestas realizadas en la exploración antártica española.
José Manuel García Aguilar, Profesor Colaborador, Áreas de Paleontología y Estratigrafía, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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