Practicar senderismo o running por su histórico Camí de Cavalls. Admirar su singular cultura talayótica. Relajarse al sol en su centenar de playas y calas para todos los gustos. Pasear a caballo. Degustar su sabrosa gastronomía de proximidad, que le ha valido el reconocimiento internacional
Si Ulises, de regreso a Ítaca, hubiera pasado por esta isla también habría quedado atrapada por ella. No por los seductores cánticos de sirenas descritos en ‘La Odisea’ de Homero sino por el magnetismo de su cultura talayótica… y por sus calas, recónditas y mágicas, que invitan a perderse, a detener el tiempo. Un oasis de relajación en el Mediterráneo, declarado Reserva de la Biosfera por la UNESCO. Un iceberg de naturaleza y sosiego que ofrece mucho más de lo que puede verse a simple vista. Un tesoro emocional accesible a través de un repóker de experiencias como esta:
1 – Senderos de historia. Los mejores paisajes de la isla se contemplan recorriendo los 185 kilómetros repartidos en 20 tramos del Camí de Cavalls, una ruta senderista (GR223) cuyos orígenes se remontan al siglo XIV, cuando el rey Jaume II ordenó a los caballeros menorquines poner vigilancia a caballo por el perímetro costero.
2 – Piedras que hablan. Más de 1.500 yacimientos arqueológicos en apenas 700 km2 dan una idea de la importancia de la cultura talayótica menorquina, que se remonta a más de 4.000 años atrás, con navetas, talaiots, taulas, poblados y necrópolis, entre los que destacan la Naveta des Tudons (Ciutadella) o los poblados talayóticos de Trepucó (Maó) y Torre d’en Galmés (entre Alaior y Son Bou).
3 – Acariciando el Mediterráneo. Sus 216 kilómetros de recortada costa dan cobijo a un sinfín de rincones para disfrutar del mar. El sur es la zona más suave y la que protege mayor número de calas y playas, como Es Talaier, Macarella, cala Mitjana o Es Caló Blanc. El norte, más agreste y salvaje, sorprende con otras de formaciones rocosas y arcillas rojas, como Cavalleria, Pregonda, Cala Pilar o Binimel·la.
4 – A caballo o en bicicleta. De capa negra, fuertes crines y viva mirada. Así son los caballos menorquines, una de sus señas de identidad. Recorrer la isla a lomos de ellos es algo único. Como también hacerlo en bicicleta, a través de los 21 trazados cicloturistas perfectamente señalizados de una isla que apuesta por la sostenibilidad.
5 – Tentaciones para el paladar. Más allá de la Caldereta de langosta, su plato más conocido, la cocina menorquina es rica en matices y sabores. Una tradición con productos de proximidad, de mar y tierra; desde el pulpo o la raya, a la perdiz, la carne de vaca roja, el queso DO Mahón-Menorca… o incluso el vino.
¡Qué aproveche!
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