lunes, 17 de abril de 2023

Viajes. Sudán, entre la revolución y un futuro incierto

Un lunes por la mañana de finales de octubre del año pasado, la última revolución de Sudán se derrumbaba por momentos.

Apenas habían transcurrido dos años y medio desde aquel abril de 2019 en que tres décadas de dictadura islamista de Omar al-Bashir llegaban a su fin. El Consejo Soberano cívico-militar de la nación se alejaba del legado del presunto criminal de guerra y de 30 años de represión, genocidio, sanciones internacionales y la secesión de Sudán del Sur.

Pero hacia el mediodía del 25 de octubre de 2021, semanas antes del programado traspaso de poder a manos civiles, un nuevo golpe de timón desvió el rumbo de la nación africana. El presidente del Consejo Soberano, el teniente general Abdel Fattah al-Burhan, disolvió el Gobierno y decretó el arresto domiciliario del primer ministro civil. (El primer ministro ha dimitido, dejando al país sin liderazgo civil). Habló de estado de emergencia, pero los sudaneses entendieron que se trataba de un golpe de Estado y cientos de miles se echaron a las calles de la capital, Jartum, y del resto del país.

Conocido como Kush o Nubia, este reino se presentó durante mucho tiempo como un mero apéndice del vecino Egipto.

Como no podría ser de otra forma en un cambio de régimen del siglo XXI, todo se vivió en tiempo real desde las redes sociales, y yo asistí a ello desde la otra punta del mundo sin apartar la vista de la pantalla del portátil. Llevaba atenta a Sudán desde antes de la revolución, cubriendo la labor de los becarios de National Geographic Society que trabajaban en los yacimientos arqueológicos del norte de Sudán. Mi primer artículo sobre el terreno lo preparé en los últimos y paranoicos meses del régimen de Bashir, una época marcada por la escasez de alimentos y de combustible, las restricciones en el acceso a internet y la proliferación de puestos militares de control. Nuestro equipo de expedición había diseñado discretamente una ruta de escape hasta la frontera con Egipto en caso de que Sudán se sumiera en el caos.

Cuando en la primavera de 2019 cayó el Gobierno de Bashir, las imágenes que corrían como la pólvora llamaban la atención: un mar de jóvenes desafiando pacíficamente al régimen, exigiendo un mundo distinto. Destacaba una escena: una joven vestida con el tradicional traje blanco sudanés, de pie sobre un automóvil, señalaba hacia el cielo crepuscular y coreaba con la multitud: «¡Mi abuelo es Taharqa, mi abuela es una kandaka!».

Me quedé boquiabierta. Aquella no era una consigna en favor de un colectivo político o de un movimiento social. Los manifestantes se identificaban como descendientes del antiguo rey kushita Taharqa y de las reinas y reinas madres kushitas, conocidas como kandakas. Aquellos antepasados reales rigieron desde el norte de Sudán los destinos de un gran imperio que en su día abarcó desde el actual Jartum hasta las costas del Mediterráneo.

Bajo la dictadura de Omar al-Bashir, el sistema educativo sudanés omitía o censuraba la historia no musulmana del país y sus raíces en el África subsahariana.

El imperio de Kush –también llamado Nubia– fue sin duda alguna fabuloso, pero había quedado reducido a un par de notas a pie de página en los libros de historia del antiguo Egipto. Incluso en el propio Sudán, pocos alumnos escolarizados durante el régimen de Bashir aprendían algo sobre el remoto Kush. ¿Cómo se explicaba entonces que el legado de un reino antiguo, poco conocido incluso en los círculos arqueológicos, y ya no digamos entre los sudaneses de a pie, se materializase de pronto en un lema coreado por los manifestantes en las calles de Jartum?

Cuando viajé de nuevo a Sudán en enero de 2020 para explorar estas cuestiones, la capital posrevolucionaria rezumaba energía. En Jartum, donde tan solo un año antes las mujeres podían ser azotadas en público por vestir pantalones, la juventud sudanesa bailaba en festivales de música y atestaba las cafeterías. Las vías públicas y los pasos subterráneos de la ciudad estaban decorados con retratos de mártires modernos –algunos de los aproximadamente 250 manifestantes asesinados en el transcurso y después de la revolución– y con murales de ancestrales reyes y deidades kushitas.

La historia de Kush fue expurgada por los antiguos egipcios, obviada por los exploradores europeos e ignorada por los estudiosos occidentales.

La ubicación única de Sudán en la intersección de África y Oriente Próximo, y en la confluencia de tres grandes afluentes del Nilo, hizo de esta tierra la localización perfecta para poderosos reinos antiguos, y la ha convertido en un territorio codiciado por imperios más recientes. En la Edad Moderna quedó bajo dominio otomano-egipcio, para luego pasar a manos británico-egipcias hasta 1956, fecha en que la República de Sudán declaró su independencia. Hoy su heterogénea población incluye más de 500 grupos étnicos que hablan más de 400 idiomas y se caracteriza por tener un elevado porcentaje de jóvenes: en torno al 40 % tiene menos de 15 años.

 Esta actividad se puede realizar después de que la revolución suavizase las restricciones que el islamismo imponía sobre la cultura popular y la vestimenta, incluidos los peinados modernos que ahora lucen muchos jóvenes en Sudán.

Por su tamaño, Sudán es el tercer país más grande de África, y la tercera nación árabe del mundo. (El topónimo procede del árabe bilād al-sūdān, que significa «tierra de las gentes negras»). Desde que se independizó, Sudán siempre ha estado regido por una élite política arabófona.

Antes de la revolución de 2019, tener un gobierno islamista y pertenecer a la Liga Árabe explicaba que al régimen de Bashir le interesase presentar a Kush no como un fenómeno netamente africano, sino como un legado de su poderoso aliado moderno, Egipto, y por extensión como un capítulo más de la historiografía de Oriente Próximo. Los vestigios kushitas como el yébel Barkal y El-Kurru se publicitaban como rápidas escapadas exóticas para los turistas occidentales que visitaban las ruinas de Abu Simbel, justo al otro lado de la frontera egipcia.

EL Yébel BarKal, el que fuera centro espiritual del reino kushita, es una colosal meseta de arenisca de 30 pisos de altura que descuella sobre el Sahara y domina la orilla occidental del Nilo en las inmediaciones de Karima, a unos 350 kilómetros al norte de Jartum. Hace unos 2.700 años, el rey Taharqa inscribió su nombre en la cima de esta montaña sagrada, chapándola de oro a modo de refulgente y triunfal mensaje a sus enemigos. Al ascender hoy a la cumbre solo se atisban vestigios de la inscripción. Al pie del macizo resisten las ruinas del Gran Templo de Amón, erigido originalmente por los egipcios que colonizaron Kush en el siglo XVI a.C. A lo largo de los cinco siglos que duró el dominio egipcio de Kush, el templo de Amón fue reconstruido y remodelado por los grandes nombres de los faraones del Reino Nuevo: Ajnatón, Tutankamón, Ramsés el Grande. La asimilación estaba a la orden del día, y durante aquella época las élites kushitas se formaban en escuelas y templos egipcios.

Las élites árabes musulmanas de Sudán monopolizan el poder desde hace mucho tiempo, pero los grupos relegados confían en que una nueva generación de sudaneses forje un futuro más inclusivo.

Los restos del templo de Amón que hoy admiran los visitantes, sin embargo, datan de una época posterior al colapso del Reino Nuevo y la decadencia de la hegemonía egipcia sobre Kush. En el siglo VIII a.C., el yébel Barkal se había convertido en el centro de Napata, la capital kushita desde la que una serie de líderes locales consolidaron el poder y viraron las tornas para sus antiguos colonizadores.

Piye, padre de Taharqa, ascendió al trono kushita en el año 750 a.C. Reunió sus huestes y con ellas marchó en dirección norte, hacia un Egipto debilitado, tomando templos y conquistando poblaciones hasta que se hizo con el Alto y el Bajo Egipto. Con un territorio que se extendía desde el actual Jartum hasta el Mediterráneo, Kush fue durante un breve período el imperio más vasto que controló la región. Durante algo más de un siglo, sus reyes Piye, Shabaka, Shabataka, Taharqa y Tantamani (o Tanutamón) encarnaron la XXV dinastía egipcia, llamada de los faraones negros.

A su triunfante regreso desde Egipto, Piye regresó al yébel Barkal y amplió el templo de Amón a una escala sin precedentes, decorándolo con escenas de la conquista kushita de quienes fueran sus colonizadores. Hoy, la historia de aquella conquista –con su plétora de carros de guerra kushitas aplastando a las tropas egipcias– yace bajo 4,5 metros de arena. Las pocas escenas que sobrevivieron al paso de los milenios fueron excavadas y documentadas arqueológicamente en la década de 1980. Al determinarse que eran demasiado frágiles para quedar expuestas permanentemente a los elementos, la mayor parte de ellas fueron enterradas de nuevo.

Una familia sudanesa de Karima visita las tumbas del cercano El-Kurru, donde en el siglo VIII a.C. fueron enterrados algunos de los primeros líderes kushitas.

¿Por qué hemos oído hablar tan poco de Kush? Para empezar, porque las crónicas historiográficas más antiguas sobre los kushitas son obra de los egipcios, quienes intentaron expurgar de los anales la humillante conquista que sufrieron y presentaron a Kush como uno más de los muchos grupos belicosos que alteraban la paz en sus fronteras.

Ese discurso fue aceptado sin mayor examen por los primeros arqueólogos europeos que llegaron a Sudán en el siglo XIX. Tras curiosear en los restos de templos y pirámides kushitas, afirmaron que aquellas magníficas ruinas no eran sino meras imitaciones de los monumentos egipcios.

Este concepto del reino africano se vio apuntalado por el racismo de la mayor parte de los eruditos occidentales. «La raza negroide nativa jamás desarrolló ni comercio ni industria alguna digna de mención, y debía su posición cultural a los inmigrantes egipcios y a la civilización egipcia importada», observaba George Reisner, arqueólogo de la Universidad Harvard que llevó a cabo las primeras excavaciones científicas de los templos y tumbas reales de Kush a principios del siglo XX.

Para el arqueólogo sudanés Sami Elamin, Reisner fue tan chapucero en el método como arbitrario en la interpretación. En 2014 Elamin y un equipo de arqueólogos cribaron un montículo de tierra extraída de la excavación de Reisner en la base del yébel Barkal. «Encontramos incontables objetos –dice Elamin–. Incluso estatuillas de deidades».

Elamin se crio en una aldea a escasos kilómetros del vecino yacimiento de El-Kurru, donde Piye y otros reyes y kandakas kushitas fueron enterrados. De niño, su abuelo lo llevaba a El-Kurru y le explicaba que aquellas ruinas eran «las tumbas de nuestros abuelos». Aquella experiencia inspiró a Elamin a estudiar arqueología en Jartum y hacer un posgrado en Europa. Hoy lleva varios años exca-vando en el yébel Barkal y otros yacimientos.

El papel de las mujeres sudanesas en la revolución de 2019 fue fundamental, pero muchas temen que su presencia quede diluida en futuros Gobiernos, ya sean civiles o militares.

Actualmente, él y un equipo de arqueólogos sudaneses y estadounidenses están tratando de localizar las viviendas y los talleres de los antiguos kushitas que durante milenios mantuvieron viva aquella capital espiritual. El yébel Barkal lleva un tiempo convertido en destino de moda entre los sudaneses, que en los días festivos suben la meseta y almuerzan a la sombra que proyecta sobre el desierto. Antes los visitantes apenas se fijaban en las ruinas que rodean el magnífico afloramiento de roca, explica Elamin. Pero eso está cambiando. «Ahora preguntan sobre los vestigios y la historia y la civilización a la que pertenecían», dice.

Elamin y sus colegas están encantados de conversar con sus compatriotas y mostrar este capítulo de la historia a una generación ávida de conocimiento. Como arqueólogos sudaneses, afirman, tienen la oportunidad y la responsabilidad de reunir a sus conciudadanos y mostrarles los logros de otras generaciones, por distantes que sean.

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Construido poco antes de que el país se independizase en 1956 e inaugurado 15 años más tarde, el Museo Nacional de Sudán es un espacio cavernoso y mal iluminado, sin climatización que proteja las piezas del calor y el polvo implacables de Jartum. La mayoría de los objetos se exhiben en anticuadas vitrinas de cristal y madera, con amarillentas etiquetas escritas a máquina. Pero está lleno de tesoros. Una estatua de granito procedente del yébel Barkal, un Taharqa a escala ampliada, domina la entrada, y enormes esculturas de los gobernantes kushitas flanquean la galería de la planta baja.

A la vuelta de la esquina de donde monta guardia Taharqa se expone una de las piezas más famosas del país: un brillante busto en bronce de César Augusto. Se cree que fue el trofeo de guerra de una reina kushita, la tuerta Amanirenas, que luchó contra los romanos en Egipto hacia el año 25 a.C. La etiqueta del museo obvia especificar que el busto es una copia. El original, sustraído por las fuerzas coloniales poco después de su hallazgo en 1910, está en el Museo Británico.

A las puertas del museo me reúno con Nazar Jahin, guía turístico y miembro de Artina («Nuestro Arte»), un colectivo de estudiantes organizado durante las protestas de 2019 para brindar apoyo a las maltrechas instituciones culturales sudanesas. «Al último Gobierno no le importaba nada la historia», me cuenta. Buena parte de ese desinterés era consecuencia de la rígida interpretación del islam del anterior gabinete. «Si hasta el ministro de Turismo dijo que las estatuas estaban prohibidas», recuerda Jahin, sacudiendo la cabeza.

Pero el futuro se dibuja prometedor, añade. La embajada de Italia y la Unesco comprometieron fondos en 2018 para reformar el museo (un proyecto actualmente pospuesto por la pandemia), y desde la revolución son más los sudaneses que visitan el museo y lugares como el yébel Barkal y la antigua capital de Meroe.

«Esto es importantísimo –afirma Jahin–. El primer paso es que los sudaneses conozcan su historia. Si la conocen, podrán protegerla».

Planteo entonces una cuestión delicada: ¿cómo responden los grupos étnicos que viven en zonas de Sudán que nunca formaron parte del Imperio kushita –tribus de los montes Nuba, por ejemplo, o de Darfur– cuando se les pide que se identifiquen con una historia antigua que ellos sienten ajena? El régimen de Bashir tiene la infausta fama de haber fomentado las diferencias étnicas y religiosas para impedir que un país tan diverso se uniese contra la élite política arabizante de Jartum. Jahin frunce el ceño y medita. «Buena pregunta. La verdad es que tenemos mucho trabajo por delante».

Como muchos jóvenes de su país, Jahin niega que «árabe» sea una identidad sudanesa. «Si alguien me dice "Mis raíces se hunden en Arabia Saudí" o algo del estilo, yo no me lo creo –afirma con rotundidad–. Creo que nuestras raíces son las mismas o muy parecidas […]. En general, somos sudaneses. Con eso basta».

La imagen de la kandaka revolucionaria vestida de blanco en medio de los manifestantes, apuntando al cielo en su invocación de reyes y reinas kushitas, ha sido inmortalizada en forma de arte callejero por todo Jartum y en el mundo entero. Pero cuando me veo con Alaa Salah a principios de 2020, en mi segundo viaje a Sudán, la encuentro irreconocible con su pañuelo morado y sus ropas oscuras, sentada en la concurrida terraza de una cafetería a orillas del Nilo Azul.

A sus 23 años, Salah se convirtió en uno de los rostros de la revolución sudanesa, lo que catapultó a esta estudiante de ingeniería a figura internacional invitada a hablar ante el Consejo de Seguridad de la ONU sobre el papel de la mujer en el nuevo Sudán. Me cuenta que en el colegio apenas le enseñaron nada sobre la historia del antiguo Kush, de manera que tuvo que descubrirla por su cuenta. Unos años antes había ido a ver las pirámides de Meroe, y regresó obnubilada: «¡Tenemos muchísimas pirámides, más incluso que Egipto!».

Cuando los manifestantes que ocupaban las calles de Jartum se arrancaron a corear «Mi abuelo es Taharqa, mi abuela es una kandaka», explica Salah, pretendían blandir con orgullo la resistencia y bravura de los reyes ancestrales. De ese modo sentían que también ellos pertenecían a aquella milenaria civilización de líderes fuertes y valientes, en especial en el caso de las mujeres, quienes desempeñaron un papel crucial en las protestas.

Alrededor del 40 % de la población del país es menor de 15 años, y muchos jóvenes sudaneses están redescubriendo su historia al tiempo que los expertos tratan de iluminar el legado de Kush, oscurecido por la sombra del antiguo Egipto.

«Siempre que veas a una mujer joven luchando en la calle por Sudán, ten por seguro que es una valiente que no se arredra ante nada –explica–. Es fuerte, una guerrera, como las kandakas».

Sin embargo, en los casi tres años transcurridos desde la caída de Bashir, el papel de las mujeres ha ido quedando más y más relegado. Es lo que más preocupaba a Salah cuando conversamos, garantizar la seguridad de las kandakas actuales y su adecuada representación en cualquier eventual Gobierno de transición. Desde la entrevista, el golpe de Estado –que, con la amenaza de reimplantar un régimen represivo, adquiere tintes de contrarrevolución– ha comprometido aún más la situación de la mujer sudanesa.

En mi último viernes en Jartum cruzo el Nilo Blanco para visitar la ciudad de Omdurman, donde un cementerio rodeado de calles bulliciosas alberga la tumba de Hamed al-Nil, jeque sufí del siglo xix. En torno al 70 % de los sudaneses se identifican con el sufismo, una expresión mística del islam. Las órdenes sufíes (o tariqas) del país desempeñan por lo general una marcada influencia sobre la política interior, y los sufíes que se sumaron desde Omdurman a las protestas de 2019 ayudaron a derrocar al régimen.

Cada viernes, al caer el sol, cientos de seguidores de la tariqa Qadiriyya se reúnen en el cementerio para llevar a cabo el dhikr. Hombres con túnica verde y roja golpean sus tambores a ritmo lento y acompasado; la multitud los mira y se balancea. El tamboreo gana velocidad y empiezan entonces las danzas y los cantos. La ilaha illa Allah. «No hay más Dios que Alá», repite la multitud, envuelta en nubes de incienso y polvo. Cuando concluye el dhikr con un clímax de danzas y cánticos, la gente se dispersa, algunos obedeciendo a la llamada a la oración que llega desde la mezquita, otros recorriendo el cementerio entre las sepulturas.

Sudán acoge una de las mayores comunidades sufíes del mundo. Sus líderes ejercen una poderosa influencia, y algunas órdenes sufíes apoyaron el levantamiento popular que derrocó a Bashir.

Hay varias tumbas recientes, adornadas con los colores de la bandera sudanesa. En ellas reposan algunos de los manifestantes asesinados durante la revolución, estudiantes que proclamaron en las calles que también ellos eran reyes y kandakas. Al observar cómo unos estudiantes presentaban sus respetos ante una de ellas, me llamó la atención la fragilidad que proyectaba el nuevo Sudán, como si fuese una vasija milenaria de valor incalculable que se desenterrase con el mayor cuidado. Ahora el golpe de Estado ha envuelto en una mayor incertidumbre si cabe a una nación y una generación ávidas de democracia y estabilidad.

¿Puede la historia antigua de Sudán convertirse en fuerza unificadora de una tierra a menudo dividida por distinciones raciales y étnicas? Se respira el cambio, pero nadie sabe si será real y duradero.

Casi todos los magníficos palacios y templos de Kush desaparecieron hace mucho tiempo, saqueados y engullidos por la arena. Pero muchos monumentos a los muertos siguen ahí: las pirámides de los reyes y las kandakas que montan guardia en el desierto, las tumbas de los jeques y las lápidas de los manifestantes universitarios que llenan los cementerios urbanos. Son los que resisten mientras los regímenes caen y renacen, diciendo a quienquiera que desee escuchar: por esto hemos luchado. También nosotros estuvimos aquí.

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Kristin Romey es la editora de arqueología de National Geographic. La fotógrafa Nichole Sobecki firmó las imágenes del reportaje «Informe: Kenya», publicado en noviembre de 2020.

National Geographic Society, comprometida con la divulgación y protección de las maravillas de nuestro planeta, apoya la labor de la Exploradora y fotógrafa Nichole Sobecki en África.

Este artículo pertenece al número de Febrero de 2022 de la revista National Geographic.



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