El tronco vaciado del viejo falso ciprés de Nootka era como el capullo de un gusano de seda, con su mullido fondo de tiras de corteza. Una osa había ido acondicionando aquel lecho cada año que acudía a hibernar y parir sus oseznos dentro del árbol bimilenario. En lo más crudo del invierno, el caparazón de la albura los había protegido de la gelidez y las ventiscas.
Probablemente la madre había nacido una década antes en aquella misma osera, cerca del nacimiento del Fairy Creek de la isla de Vancouver, en aguas de la Columbia Británica. A buen seguro regresaba cada otoño bien oronda, gracias a sus banquetes de bayas y salmones. Cuando recogí uno de sus pelos de la veta de la madera, el olor a hierba húmeda se mezclaba con los aires cítricos del duramen y el frescor de la lluvia del Pacífico.
Yo había llegado al bosque acompañando a un grupo de activistas medioambientales. Sus detractores les llaman radicales, incluso ecoterroristas. Ellos se dan a sí mismos el nombre de defensores del bosque, y como tales buscan poner coto a la empresa maderera que pretendía talar aquella arboleda. Media docena de jóvenes de ambos sexos me habían recibido en la carretera recién abierta y, haciéndome salvar enormes troncos y cruzar hondas quebradas, me habían conducido hasta aquel árbol reseco. Hablaban con entusiasmo sobre sus avistamientos de tecolotes occidentales y sobre los mérgulos jaspeados que anidaban en las alturas de los cipreses, y señalaban los líquenes moteados que tapizaban la lisa corteza de los abetos del Pacífico. Esas aves y esos líquenes, además de muchas otras especies en peligro, habitan en una comunidad de más de 325 plantas, algas, musgos y mamíferos, más un número incalculable de hongos y microbios, en la cuenca del Fairy Creek.
Sin los árboles, los defensores del bosque sabían que no nacerían oseznos, que los líquenes no absorberían la niebla de la montaña y que los hongos de los árboles vetustos no unirían a las matriarcas con sus vástagos. Apretujados en el interior de la osera, los defensores del bosque temían las inminentes lluvias otoñales y deseaban en su fuero interno que una nevada temprana retrasase la tala.
Pasé mi infancia en los bosques de la Columbia Británica. Mis tíos y mi abuelo eran leñadores. Se llevaban los troncos arrastrándolos con caballos y talaban los árboles de forma tan selectiva que había que revisar el bosque con lupa para identificar dónde faltaba alguno. Mi abuelo me enseñó que el bosque vivía en tranquilidad y armonía , y me hizo ver que mi familia estaba intrincada en él.
Y yo seguí los pasos de mi abuelo. Estudié silvicultura y me coloqué en el Servicio Forestal Canadiense y en la industria maderera. Pronto me vi trabajando junto a los poderosos responsables de la explotación comercial del bosque. Pero la magnitud de aquellas talas me alarmaba, y participar en ellas me generaba un conflicto interno. Por si fuera poco, la pulverización de pesticidas y la tala de álamos y abedules para hacer hueco a los pinos y abetos de vivero, que reportaban mayor valor comercial, eran rampantes. Parecía que nada podía poner freno a aquella implacable maquinaria industrial.
De manera que volví a la universidad y estudié ciencias forestales. Los investigadores acababan de descubrir que la raíz de un vástago de pino era capaz de transmitir carbono a la raíz de otro, aunque eran resultados de laboratorio. Me pregunté si se verificarían en los bosques de verdad.
Yo creía, en efecto, quelos árboles de los bosques reales también podrían estar compartiendo información por debajo del suelo. Era una tesis polémica; hubo quien me tachó de loca y me costó Dios y ayuda conseguir que me financiasen la investigación. Pero no me rendí y terminé publicando la investigación en la revista Nature.
«¿Oís como golpes?», pregunté, nerviosa.
«¡Son helicópteros!», susurró la chica que estaba sentada a mi lado en el interior de la osera. Salimos a tiempo de ver cómo la libélula de metal sobrevolaba la sierra, y hasta atisbamos a los hombres que miraban por las ventanillas tintadas. Bajo el remolino de las aspas, la matriarca de los cipreses se erguía 35 metros; su familia la rodeaba, como contando la historia de su origen y amparándola.
Aquella arboleda multigeneracional había sobrevivido a milenios de variaciones climáticas, plagas de insectos y violentas borrascas, alimentándose de siglos de migraciones de salmones. Todas aquellas experiencias seguían codificadas en las semillas y en los anillos de los troncos, y la información pasaba de árbol a árbol por medio de redes fúngicas subterráneas.
Las defensas perfeccionadas por la evolución a lo largo de millones de años ayudaron a esos árboles a soportar temperaturas extremas y a defenderse de los herbívoros. También posibilitaron que el bosque acumulase el mismo volumen de carbono (1.300 toneladas métricas por hectárea) que una selva tropical. Pero aquellas defensas, como bien sabíamos, no tenían nada que hacer frente a las motosierras.
Corrimos y resbalamos por la empinada ladera hasta alcanzar el pequeño claro abierto en el monte, donde el helicóptero sobrevolaba estático un helipuerto improvisado. Uno de los defensores del bosque se subió a la plataforma y agitó los brazos, como queriendo repeler a la aeronave.
Las diferencias de cosmovisión entre los maderistas y los defensores del bosque se hacían notar con un estruendo atronador. Todos necesitaban aquellos árboles, aunque por razones diferentes. Humanos contra humanos a cuento de un sector comercial que ya no sirve a la mayoría de la población. Y entonces, de repente, la aeronave viró y se alejó volando valle abajo.
Atravesamos el desmonte, salpicado de líquenes que cayeron junto a las copas de los árboles taladas, privando así al bosque de un nitrógeno crucial para sobrevivir. En la corteza sin vida de los colosales troncos caídos vimos cómo se secaba una especie de líquen vulnerable en la provincia. Aun en el caso de que los maderistas se hubiesen percatado de su presencia, la legislación era tan débil que no habrían tenido que respetarlos.
Los bosques primarios como aquel almacenan el doble de carbono que los bosques centenarios y seis o más veces más que los talados
Siguiendo un desdibujado sendero por entre los árboles, a nuestro paso vimos Chimaphila menziesii y otras especies que, sospechaba, estaban unidas a las redes fúngicas de los viejos abetos y recibían auxilio nutricional en la tupida sombra. Aquellas plantas raras proporcionaban a su vez remesas adicionales de carbono a los hongos.
Los bosques primarios como aquel almacenan el doble de carbono que los bosques centenarios y seis o más veces más que los talados. Conforme envejecen, los árboles vetustos continúan almacenando carbono en el tronco y lo secuestran a los suelos, donde queda sellado. En conjunto, los bosques del mundo y sus suelos almacenan en torno a un 90% del carbono terrestre del planeta.
Pronto nos adentramos en otra zona desarbolada, donde el sol había agostado las hojas de las diminutas plantitas que dependían de los árboles primarios. Los ancianos árboles abatidos yacían en paralelo, apuntando hacia el aserradero, donde se convertirían en tablones, serrín y alguna que otra caja de resonancia. Los estudios han confirmado que talar bosques primarios libera a la atmósfera entre el 40 y el 65% del carbono del ecosistema (incluso teniendo en cuenta el almacenamiento remoto del carbono en los productos de madera).
Los jóvenes defensores del bosque ya pisaban la gravilla cuando salvé con dificultad la última pendiente que terminaba en la carretera de nueva creación. Llegué temblando, no solamente por el esfuerzo, sino por el trauma de lo que me encontraría. Nos esperaba la policía. Mientras caminaba hacia la furgoneta, me fijé en la capa de humus de color marrón chocolate revelada por la apertura de la pista: casi dos metros de grosor cargados de carbono.
Esta arboleda multigeneracional había sobrevivido a milenios de variaciones climáticas. Sus experiencias estaban codificadas en las semillas y los anillos de los árboles, y la información pasaba de árbol a árbol por redes fúngicas subterráneas.
Aproximadamente la mitad del carbono del bosque estaba almacenado en aquella capa; la otra mitad, en los árboles. Cuando la maquinaria de desmonte remueve la tierra del bosque y la deja expuesta al aire,alrededor del 60% de ese carbono se pierde por desplazamiento, erosión y descomposición. Mi investigación también sugiere que en última instancia acaba perdiéndose el 90% cuando vuelven a talarse los árboles plantados en sustitución.
Antes de meter en la furgoneta de un empujón a una de las defensoras del bosque, el policía farfulló que la estaba salvando de su propia estupidez. Ni se me pasó por la cabeza llevarle la contraria. Pero mientras bajábamos monte abajo comencé a explicar que los bosques talados tardan décadas en dejar de emitir más carbono del que secuestran, y siglos en recuperar la capacidad de sumidero de las masas arbóreas originales. Que no disponemos de décadas para que los bosques se recuperen de la tala. Que en los cien años que tarda un bosque en madurar se prevé que nuestro planeta se caliente más de cinco grados, lo que se traducirá en mortandades masivas, pandemias y hambrunas.
Las defensas perfeccionadas por la evolución a lo largo de millones de años ayudaron a estos árboles a soportar temperaturas extremas y a defenderse de los herbívoros. Pero no tuvieron nada que hacer ante las motosierras.
No sé si el policía me oyó, pero yo seguí hablando, porque nuestra vida depende de que los científicos hablen y la ciudadanía actúe. En la Columbia Británica solo conservamos el 3% de los emblemáticos árboles primarios del fondo del valle, y nos está faltando tiempo para talarlos también. La historia se repite en todo el mundo.
Un mes después llegó la lluvia, y la anciana ciprés matriarca y su bosque sucumbieron a la tala.
Siguió lloviendo. Al cabo de otro mes, los suelos desarbolados se erosionaron, los ríos crecieron y, en algunas zonas de la provincia, las poblaciones se inundaron.
¿Qué podemos hacer para que la próxima vez la historia tenga un final diferente?
- En primer lugar, debemos dejar de convertir los bosques naturales en plantaciones industriales y campos de cultivo. El compromiso de los gobiernos de acabar con la deforestación mundial antes de 2030 es un primer paso en la buena dirección, pero debe incluir también poner fin a las prácticas forestales industriales. Las empresas deben responsabilizarse de los daños y las emisiones que generan en busca del beneficio económico.
- En segundo lugar, podemos tomar medidas inmediatas para proteger y restaurar los ecosistemas forestales primarios.
- En tercer lugar, podemos presionar para que se adopten políticas de gestión del suelo que retransformen las plantaciones en bosques naturales en los que llevemos a cabo talas selectivas a menor ritmo para preservar la biodiversidad, el suministro de agua y el almacenamiento de carbono. Gravando las emisiones de carbono de los bosques podríamos devolver la equidad cultural y social a las comunidades rurales e indígenas, recompensando a sus cuidadores con lo que abonan los contaminadores. Se trata de una herramienta sencilla para llevar a cabo una transición justa.
- En cuarto lugar, necesitamos políticas climáticas que hagan tanto hincapié en proteger los sumideros forestales de carbono y prevenir las emisiones generadas por las talas como en reducir las emisiones de los combustibles fósiles.
- Y, por último, tenemos queabandonar nuestra presente relación desapegada y explotadora con la naturaleza en favor de un vínculo de cercanía, protección y regeneración.
Todos podemos aprender del pueblo indígena de los salish costeros del Noroeste Pacífico, quienes desde tiempos inmemoriales son conscientes de que los árboles son nuestra familia y que el bosque está formado por muchas naciones que conviven en paz. Este espíritu comunitario será esencial para construir alianzas, formando una red que nos una, nos haga más fuertes y nos ayude a proteger nuestros bosques para las generaciones venideras.
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