Dos siluetas se adivinan inmóviles en la noche. En lo alto, una luna velada de plata insinúa el cielo. Abajo, la Tierra es un disco oscurecido.
El sonido da profundidad a la noche: los geckos parpadores emiten un ruido similar a las castañuelas en andanadas sonoras que se disipan hacia las sombras. Las dos mujeres llevan horas sentadas sobre una duna baja, mudas en su impaciencia. Una de ellas despliega las piernas, se estira, vuelve a cruzarlas por los tobillos. La otra se mece, como musitando un mantra de oración. Su dispositivo de radioseguimiento las condujo al atardecer hasta este punto del sur del Kalahari, un lugar que siempre se ha llamado desierto, pero que presenta características propias de un ecosistema de sabana seca.
En algún lugar del subsuelo, en una red de túneles y madrigueras, se oculta la hembra de pangolín terrestre que empezaron a observar hace dos meses. Son las 10 de la noche y ya debería estar en marcha. Esta tardanza quizá tenga que ver con el calor abrasador del día.
La llaman Hopewell 3, en alusión al lugar en que las estudiantes de doctorado Wendy Panaino, de 28 años, y Valery Phakoago, de 30, la localizaron gracias al rastro que dejaba en la arena. Ahora le siguen la pista con ayuda del pitido de las ondas de radio emitidas por el dispositivo que el reptil lleva adherido a una escama del lomo.
Esta noche las investigadoras han salido en busca de excrementos de pangolín –«oro del Kalahari», lo llaman ellas–, fuente de copiosa información para entender cómo la vida de este esquivo animal que se alimenta de hormigas y termitas se entreteje con las hierbas y los pequeños insectos que a su vez se alimentan de ellas. Es otra de las importantes hebras que urden la comprensión científica de las interconexiones entre los seres vivos que habitan la sabana seca africana. Y toda esa vida comienza con las lluvias estivales, que normalmente se dan entre noviembre y marzo.
Su investigación, llevada a cabo desde el laboratorio de Fisiología de la Conservación de la Fauna Salvaje de la Universidad del Witwatersrand, en Johannesburgo, forma parte de un estudio más amplio denominado Proyecto Ecosistema en Peligro del Kalahari (KEEP, por sus iniciales en inglés), cuyo objetivo es comprender los efectos de las alteraciones climáticas sobre el delicado tejido biológico de la zona.
Esta región del Kalahari ya se ha identificado como punto caliente climático. Las modelizaciones de los climatólogos de la Universidad de Ciudad de El Cabo sugieren que dentro de 10 años, cuando la temperatura mundial podría haber superado el aumento de 1,5 °C que pretende evitar el Acuerdo de París, las temperaturas medias de Botswana –justo al norte de las zonas de alimentación de Hopewell 3– ya habrán subido más de 2 °C. Si el calentamiento medio global excede los 3 °C, que se traducirían en 4,2 °C en esta zona, advierten los científicos, el resultado sería el colapso sistémico del Kalahari.
Un estudio reciente sobre un vecino termitófago con el que comparte dunas el pangolín, el cerdo hormiguero, llevado a cabo durante una sequía registrada durante el verano de 2012-2013, aporta inquietantes pistas sobre los estragos que podría obrar el cambio climático en la fauniflora del lugar: la ausencia de lluvias puede poner en marcha una cadena de catástrofes, empezando por el agostamiento de la hierba, el consecuente desplome de las poblaciones de hormigas y termitas que se alimentan de ella, y el hambre –o la muerte por inanición– de todos los animales que a su vez se nutren de estos insectos. Si la falta del reverdecimiento anual resulta desastrosa para estos dos insectívoros en una sequía transitoria, ¿qué significaría un colapso sistémico a largo plazo, provocado por unas temperaturas abrasadoras y unas sequías catastróficas, para las múltiples hebras vitales que tejen una cadena trófica cuya vitalidad reside en la vegetación?
El Kalahari es la mayor extensión de arena del mundo, un océano de dunas esculpidas por el viento que ocupa parte de Botswana, Namibia, Sudáfrica y más allá, y que está cubierto por la sabana, un paisaje predominantemente herbáceo salpicado de árboles ocasionales. Aquí, en su extremo meridional, los vientos han erigido una sucesión de dunas que discurren de norte a sur y van a morir en los flancos de unas colinas de cuarcita viva que emergen cual ballenas desde las profundidades.
Décadas de actividad agropecuaria han puesto en jaque la región, y hoy parece que empieza a acusar también el violento embate del calentamiento global. Lo que averigüen Panaino y Phakoago sobre la vida secreta de los habitantes de las dunas proporcionará a los gestores de la conservación una batería de señales de emergencia que ayudará a proteger mejor este vestigio del Kalahari.
Hopewell 3 es el tercer pangolín reclutado para el estudio en lo que en su día fue Hopewell Farm, una de las 50 fincas ganaderas recuperadas e incorporadas a la Reserva Tswalu Kalahari, fundada hace casi 30 años. Con 119.000 hectáreas, es la mayor reserva de fauna privada de Sudáfrica, reliquia de un Kalahari otrora prístino que hoy está desfigurado por granjas, carreteras y minas de hierro y manganeso.
Además de lujosos alojamientos privados para quienes acuden a ver fauna, la reserva alberga el centro de investigación del proyecto KEEP, gestionado por la Fundación Tswalu, que centraliza el trabajo de los científicos interesados en los ecosistemas semiáridos y permite compartir datos. Su labor se centra en una cuestión capital: ¿cómo responderá este entorno cálido y seco al aumento de las temperaturas y a unas sequías más frecuentes e intensas si, como se prevé, la contaminación atmosférica por dióxido de carbono continúa calentando el planeta?
Dar respuesta a este interrogante será clave para que los gestores de la reserva equilibren la abundancia de hierba con el apetito de las criaturas que dependen de ella, desde los insectos herbívoros y los pangolines que los depredan hasta las manadas de antílopes y los carnívoros que las persiguen.
Cuando Hopewell 3 salga a la superficie, se hará oír. Por fin llega el momento: por encima de los chasquidos de los geckos se oye de pronto el roce de la hierba reseca contra las escamas de la pangolina. Panaino y Phakoago se ponen en pie con sumo cuidado, proyectando con sus respectivas linternas frontales una suerte de iluminación escénica bajo la cual Hopewell 3 se balancea, flotando sobre la duna como un encorvado muñeco de cuerda enfundado en una armadura. Su coraza de placas articuladas comienza con un pico de viuda sobre el puente de la nariz y va ensanchándose sobre los hombros. Desciende por el abombado lomo y vuelve a estrecharse para recorrer la cola. Termina en un borde dentado.
Si se asusta, se hará un ovillo tan apretado que hasta un león tendría dificultades para abrirlo. Pero Hopewell 3 no se inmuta. Avanza tambaleándose por la duna sobre sus robustas patas traseras, dejando un marcado rastro sobre la arena. Lleva las patas delanteras recogidas recatadamente sobre el pecho, como una mantis en oración, y solo tocan el suelo cuando pierde el equilibrio.
El botón de un ojo brilla sobre un hocico cónico que se columpia de un lado a otro, inspeccionando el suelo. Su magia olfativa la conduce al primer plato de la cena: hormigas acróbatas, como se llaman comúnmente. Clava las uñas en el tronco de una raquítica acacia de madera roja, arranca la corteza que esconde el nido y deja a la vista el riachuelo de hormigas que asciende tronco arriba.
A continuación se zambulle en él de cabeza, la cara oculta mientras la cinta pegajosa que tiene por lengua relame la cena. Imposible saber cuántas hormigas ingiere con cada bocado, pero después de cinco años escudriñando los restos digeridos de festines como este, Panaino sabe que los insectos no supondrán ni siquiera un tercio de lo que coma esta noche la pangolina. El resto será arena de las dunas. La investigadora también sabe que los alimentos favoritos de Hopewell 3 son las hormigas acróbatas, las hormigas belicosas negras y las termitas recolectoras hocicudas.
Panaino ha calculado que la pangolina ingiere cada noche un promedio de unos 15.000 insectos del tamaño de un grano de arroz, que le proporcionarán la mayor parte de las calorías y el agua que necesita para sobrevivir en este abrasado paisaje de dunas.
Satisfecha con el primer plato, Hopewell 3 se aleja bamboleante en busca del segundo. Las humanas la siguen, esperando que sea su día de suerte.
El mes de octubre en el sur del Kalahari es un momento de angustia y ansia de cambio, listo para las inminentes lluvias que están a punto de romper el ayuno. El seco invierno de 2020 ha llegado a su fin y las hierbas que aseguran las dunas están quebradizas como delicados fósiles. El invierno se ha cobrado su habitual tributo. Las dunas también parecen raídas después de unas sequías intermitentes y décadas de presencia de ganado, al que más recientemente se han sumado animales salvajes como antílopes, cebras, ñúes y búfalos.
Las previsiones apuntan a que se avecina un verano de buenas lluvias. En la otra punta del mapa, en el océano Pacífico, se ha estado gestando el fenómeno climático de La Niña, una danza cíclica entre el océano y la atmósfera que suele cristalizar en lluvias sobre ciertas zonas del sur de África. Es el yin del yang calcinador de El Niño, y Tswalu la espera con ansia.
En la paleta cromática de un pintor, el color de la arena podría ser un calabaza que tiende al albaricoque cuando el sol está sobre el horizonte. Pero aquí la vida no exhibe la fácil fecundidad de un huerto. Herrumbre tampoco describe este tono tan particular, aunque se mezcle a partir de una paleta de cuarcitas trituradas y teñidas de hierro oxidado.
La hierba es el hilo de oro que hace posible la vida en este mar de arena pobre en nutrientes. Asegura las dunas contra el tirón de los vientos. Absorbe la caprichosa humedad del suelo y la embalsa en sus células, para saciar la sed de hormigas y termitas, cuyos hogares subterráneos son despensa de pangolines y cerdos hormigueros, pero también de zorros orejudos y proteles.
La hierba es el barro y la paja de los arquitectos aéreos del Kalahari, los tejedores republicanos, cuyas cámaras de anidación, ocupadas durante décadas, están cosidas con briznas vegetales. Estos «edificios de apartamentos» dan cobijo a generaciones de tejedores y guarecen también a los halconcitos africanos. Sus inquilinos aviares atraen a las hambrientas cobras de El Cabo y serpientes boomslang, que zigzaguean por entre las cámaras como los brazos de una lámpara de araña. La hierba es forraje para los ungulados que pacen, a su vez alimento de leones, guepardos, leopardos, licaones y otros depredadores de la sabana africana.
Ver infografía "Adaptación a los extremos". Parte 1.
El renacimiento de Tswalu comienza cuando la lluvia hace brotar la hierba. Las tormentas descargan un promedio de 325 milímetros de precipitación anual y son famosas por su veleidad. Algunos años los pluviómetros registran menos de 175 milímetros; otros, casi el doble de la media. Hubo un tiempo en que los herbívoros respondían a los ciclos de reverdecimiento desplazándose enormes distancias, pero décadas de ganadería se tradujeron en vallas que interrumpen las rutas migratorias y acorralan a los rebaños salvajes supervivientes en reservas como esta.
Y las condiciones siguen cambiando. A lo largo del último medio siglo, las temperaturas de algunas zonas del sur de África se han elevado el doble que la media mundial.
Según el Servicio Meteorológico de Sudáfrica, 2015, 2016 y 2019 fueron los años más calurosos registrados desde al menos 1950. En enero de 2016 los termómetros en las cataratas Augrabies, situadas a 250 kilómetros al sudoeste de Tswalu, alcanzaron los 48,6 °C. Figuran «entre las temperaturas más altas jamás registradas a tantos metros sobre el nivel del mar en el hemisferio Sur», afirma Stefaan Conradie, investigador doctoral de la Universidad de Ciudad de El Cabo, y «es la segunda temperatura más elevada medida de forma fiable en el sur de África». Sin el cambio climático, la ola de calor de 2015-2016 habría sido un evento de los que se dan una vez cada 10.000 años, dice.
Es difícil predecir qué efectos disruptivos tendrá el aumento de la temperatura sobre las precipitaciones, pero en esta parte del continente es probable que la temporada estival de lluvias empiece más tarde y sea más breve. Cabe predecir que las tormentas serán más intensas y descargarán más agua en períodos más cortos, lo que podría causar inundaciones. También podrían darse períodos de sequía más largos entre los aguaceros.
Ver infografía "Adaptación a los extremos". Parte 2.
¿Qué podría significar todo esto para la sutil urdimbre que es la fauniflora del sur del Kalahari? ¿Qué ocurriría si las lluvias de verano se ausentasen una y otra vez, si las sequías fuesen más frecuentes, si el reverdecimiento estival no llegase a tiempo? ¿Qué significaría para las hormigas y termitas que cada verano surten sus despensas de semillas y hierbas? Y si las poblaciones de estos insectos menguasen drásticamente, ¿qué sería de los pangolines, amenazados ya por la caza furtiva, y de los demás mamíferos mirmecófagos?
El cerdo hormiguero parece salido de un poema cómico: morro de cerdo, orejas de asno y una cara de longitud imposible. Tiene la piel de un señor calvo y unos bigotes que parecen las pestañas de una drag queen, pero solo en el párpado inferior. En afrikáans se llama aardvark, que significa «cerdo de tierra», y es un bulldozer con patas. Con las uñas en forma de pala, revienta la recocida capa superficial del suelo, abriéndolo para construir madrigueras o irrumpir en cavidades repletas de bichos.
Una larga lista de especies –chacales, cobras de El Cabo, víboras bufadoras, pitones, ardillas terrestres, ratones, gatos monteses, facoceros, golondrinas, zorzales– utilizan las moradas subterráneas que este animal excava en virtud de una especie de contrato de multipropiedad para soportar las condiciones extremas del Kalahari.
Nora Weyer, que por entonces también trabajaba en el laboratorio de Witwatersrand, estuvo desde el invierno de 2012 hasta la primavera de 2015 rastreando cerdos hormigueros en Tswalu como parte de su tesis doctoral. Recogía hormigas con minitrampas hundidas en el suelo y buscaba los reveladores montones cónicos de tierra que dejan en el suelo las termitas para estimar su abundancia en la zona. Recogía excrementos de cerdo hormiguero para averiguar qué insectos comían y en qué cantidad, y descubrió que las termitas cosechadoras de Mozambique satisfacen aproximadamente el 90 % de sus necesidades de agua y calorías. También supervisaba los dispositivos de registro térmico que llevaban implantados para determinar si recibían suficiente energía para mantener el calor corporal en las frías noches del Kalahari, en las que las mínimas diarias pueden descender hasta unos 18,5 °C en verano e incluso rondar los 0 °C en invierno.
La hierba, nutrida por la lluvia, hace posible la vida en este mar de arena pobre en nutrientes. Pero es probable que el cambio climático acorte la temporada de lluvias.
En años normales, cuando las lluvias de verano se presentan con su habitual espectáculo de luz y sonido, las dunas cobran vida, con una auténtica explosión de hormigas y termitas con las que los cerdos hormigueros se dan un festín tras otro. Pero en el primer verano del estudio de Weyer, el de 2012-2013, no llovió en los meses más calurosos. La temporada registró valores muy por debajo de la media, y Tswalu entró en el invierno siguiente con las despensas mal abastecidas.
Mientras seguía a los animales de su estudio y descifraba sus heces, Weyer observó una drástica reducción de las hierbas, que como bien sabía reduciría las poblaciones de termitas cosechadoras. Al final del verano los cerdos hormigueros estaban famélicos. Aunque en condiciones normales son nocturnos, empezaron a salir de sus madrigueras en busca de comida durante el día para compensar sus noches de hambre.
Los implantes indicaban drásticas oscilaciones de su temperatura corporal en períodos de 24 horas, en contraste con la estabilidad propia de las temporadas en que gozaban de un suministro de alimentos fiable. Todo esto sugería que no recibían suficiente energía para mantener el calor durante la noche, y parecían querer compensarlo aprovechando las horas de luz para calentarse al sol.
Pero esta inmediata adaptación de emergencia no impidió que muchos de los animales de Weyer sucumbiesen antes de que llegase la siguiente temporada de lluvias. De los seis ejemplares equipados con rastreadores en el estudio en 2012, cinco murieron en 2013. Weyer se encontró en el veld (voz afrikáans que denomina la meseta esteparia sudafricana) con los restos de muchos otros cerdos hormigueros muertos; y los supervivientes parecían apáticos, aturdidos, demacrados. Aquel año de sequía enviaba un claro mensaje: sin lluvias, aunque solo sea un verano, el tejido que urde la hierba, las hormigas, las termitas y los animales insectívoros puede empezar a deshacerse.
Cuando Hopewell 3 termina de dar cuenta de su primera ración de hormigas acróbatas, emprende una sinuosa ruta en dirección a sus comederos habituales. Panaino va tras ella, mientras Phakoago se escabulle para buscar señales de excremento enterrado.
Al cabo de una hora más o menos, la pangolina se detiene y excava una pequeña zanja en la arena. Panaino se emociona y enciende la linterna para alertar a Phakoago.
Bien apostada sobre el hoyuelo, Hopewell 3 evacúa un lustroso montón de excremento negro. Por norma general Panaino evita molestar a los animales que estudia, pero si la pangolina se aleja arrastrando la cola, este oro del Kalahari se fundirá en la arena. De modo que la investigadora le levanta la cola con un dedo para proteger el tesoro cuando la pangolina se pone en marcha.
Lo que averigüen las investigadoras sobre la vida secreta de los habitantes de las dunas podría ayudar a los gestores de la conservación a proteger el Kalahari.
Para un científico ya es bastante difícil localizar un animal tan esquivo como este, y no digamos unas heces que en condiciones naturales se perderían en la arena. Las dos mujeres se arrodillan, las recogen con las manos y las introducen en una bolsa de muestras. Recuperado hasta el último fragmento, arrancan a bailar mientras improvisan una cancioncilla sobre la «caca de pango».
Unos días más tarde, Phakoago está de vuelta en el centro de investigación con un cubo, una jarra, un infusor de té y una fiambrera como material de laboratorio. Pesa unas heces secas recogidas dos meses antes, las pasa al cubo, añade un par de vasos de agua para separar lo importante de la arena y hace girar el recipiente como si fuese una buscadora de oro. Las heces se disuelven en un brebaje de color café con una espuma de cuerpos fragmentados –sobre todo cabezas de hormigas y termitas y un millón de patas diminutas– que se acumula en la superficie. Cuela el líquido y recoge un puñado de un material que recuerda a los posos del café. Más tarde colocará una muestra en el microscopio y contará una por una las cabezas, identificando y tabulando cada especie.
Las investigadoras usan esta laboriosa técnica para comprender en todos sus matices la dieta de los pangolines y los cerdos hormigueros. Estos conocimientos permitirán a la larga apreciar mejor la complejidad de unas relaciones entretejidas con el veld y ayudarán a gestionarlo mejor.
La sequía que asoló Tswalu durante el estudio de Weyer sobre el cerdo hormiguero proporcionó a la científica los datos de referencia necesarios para comparar la dieta de los años propicios y de los años complicados, así como para observar los cambios de comportamiento resultantes.
El estudio de Panaino muestra qué comen los pangolines y en qué cantidad.
La contribución de Phakoago ha sido examinar los excrementos tanto de los pangolines como de los cerdos hormigueros, recogidos en las mismas temporadas y en idénticas condiciones, para poder comparar los patrones de alimentación de ambas especies.
Panaino, basándose en sus observaciones de que un pangolín come una media de 15.000 hormigas y termitas por noche, calcula que devora 5,5 millones al año. Si se añade el volumen de hormigas y termitas que ingieren un cerdo hormiguero y un proteles en un año, estima que el total de estos tres animales asciende a unos 100 millones de insectos. La cifra sería mucho mayor si se incluyese la larga lista de especies que también se alimentan de hormigas y termitas, aunque sea en parte. El tejedor republicano, por ejemplo, come principalmente plantas, pero las termitas suponen en torno al diez por ciento de su dieta, y el zorzal hormiguero meridional hace honor a su nombre.
Una noche, mientras Panaino y Phakoago escudriñan las ondas de radio en busca de señales de Hopewell 3 y otros animales del estudio que se hallen en las inmediaciones, por fin se produce el cambio.
Empieza con mudas explosiones iridiscentes en el horizonte de poniente. Y en menos de una hora, la luz estroboscópica de los relámpagos destella sobre las dunas circundantes, seguida del sonido de una maza de tambor golpeando una plancha de hojalata. El cielo comienza a hacerse añicos. Grietas luminosas resquebrajan las nubes, ensartando las colinas cercanas con rayos que abrasan la retina.
Un timbal de gotas golpea el suelo, islas efímeras de humedad en un océano de arena reseca, cuajando el aire con una niebla que huele a hierro. Las investigadoras deciden no salir esa noche: moverse por las dunas expuestas es demasiado peligroso, y en esas circunstancias seguramente los pangolines no querrán salir.
El crescendo es breve. El tiempo transcurrido entre las vetas de luz y los redobles de tambor que las acompañan se espacia más y más a medida que la tormenta se aleja hacia el este. Por ahora ha terminado, pero así es como deben llegar las lluvias. Así es como debe comenzar el reverdecer de la región. Las hierbas se erguirán lozanas, sus semillas se hincharán como gotas de rocío, y su abundancia supondrá un festín de vida.
Los geckos reanudan su coro, chasqueando en la noche.
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Entre los libros de la divulgadora científica sudafricana Leonie Joubert figuran Scorched, Boiling Point y The Hungry Season. El fotógrafo Thomas P. Peschak es colaborador habitual de la revista.
Este artículo pertenece al número de Agosto de 2021 de la revista National Geographic.
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