En una colina no lejos del extremo austral de América del Sur, sobre el traicionero remolino de espuma batida donde el océno Pacífico se encuentra con el Atlántico, hay siete árboles.
No imponen mucho; son poco más que una maraña de ramas nudosas y corteza plateada oculta entre juncos. Algunos están muertos. Y ninguno me llega más arriba del muslo. Los que siguen vivos recorren varios metros sobre el suelo entre giros y contorsiones, como soldados que se arrastran por el barro del campo de batalla. Los feroces vientos han forzado a los troncos a crecer en horizontal.
Se diría que tan raquíticos especímenes no compensan el esfuerzo ímprobo que nos ha supuesto localizarlos. Hemos sobrevolado océanos, cabeceado 32 horas a bordo de un transbordador y sumado otras 10 horas de navegación en un barco de alquiler de madera capitaneado por un marino que a media singladura reconoció no haber surcado jamás aquel mar mortífero. Todo eso solo para llegar a nuestro destino: la isla de Hornos, donde se encuentra el cabo homónimo, el confín de la Tierra del Fuego. Y aún nos estaba reservado caminar contra vientos que nos derribaban, resbalar sobre guano de pingüino y hundirnos hasta las axilas en matorrales de berberís.
Estamos aquí para trazar una demarcación que la ciencia todavía tiene pendiente. Vamos en busca del árbol más austral de la Tierra.
«Pues ya está», dice Brian Buma, ecólogo forestal de la Universidad de Colorado en Denver. Va enfundado de la cabeza a los pies en prendas impermeables de color negro y naranja. Con cada pie afianzado en un montículo, vuelve a consultar la brújula y murmura: «Genial».
Pocas realidades hay en el mundo natural que puedan considerarse el auténtico límite, el último de su género, el confín, me dice. Saca una cinta métrica de la mochila y mide un tronco que crece en horizontal varios centímetros más al sur que el resto. «Deberíamos saber dónde están estas cosas, pienso yo», sentencia.
En el siglo XXI podría parecer que ya no quedan lugares que no hayamos explorado hasta el último centímetro. Nos hacemos selfis en la montaña más alta del mundo, pilotamos submarinos hasta la fosa más profunda del océano, exploramos los desiertos más áridos del planeta. Pero aún no hemos identificado –al menos no correctamente– las últimas arboledas de los confines boreales y australes.
Solo que ahora los bosques están avanzando. A medida que se calienta el clima, el límite de la vegetación arbórea se desplaza a cotas más elevadas, al tiempo que las especies forestales amplían sus áreas de distribución hacia latitudes más altas.
Y el desplazamiento de los árboles se traduce en la transformación de los ecosistemas. En Alaska, la mayor duración del período vegetativo permite a los sauces alcanzar tal altura que ya despuntan sobre la nieve invernal. Esto ha atraído a alces y liebres hasta el mismo océano Ártico. El Ártico y partes de la Antártida están entre las regiones de la Tierra que se calientan a mayor velocidad.
Pero casi todo lo que sabemos sobre estos importantes cambios ecológicos procede de investigaciones llevadas a cabo al norte del ecuador. El hemisferio Sur, apunta Buma, es el gran olvidado.
Hojeando viejos libros de botánica y diarios de exploradores, vio una oportunidad: los textos contenían una desconcertante retahíla de supuestas ubicaciones de los árboles más meridionales. Si lograba localizar el que crecía más al sur, podría convertirlo en el foco de un laboratorio vivo que los científicos podrían visitar durante años. Podrían monitorizar la temperatura del suelo y el crecimiento de los árboles, y estudiar la fauna de un ecosistema en el límite. Y con el tiempo podrían determinar si aquel límite se desplazaba.
Pero el primer paso sería encontrar el árbol en cuestión. Y encontrar algo en el archipiélago que hizo retroceder a Charles Darwin y a punto estuvo de hacer desistir al capitán Bligh no sería un paseo. Simplemente acercarse al lugar costaría lo suyo.
A Buma le gusta la ciencia que mezcla misterios y adrenalina, a ser posible en bosques de difícil acceso y en condiciones muy complicadas. En una ocasión, estando en el Parque Nacional de Glacier Bay, en Alaska, surcó en kayak las aguas gélidas de los fiordos bajo un aguacero inclemente y se abrió paso centímetro a centímetro entre arbustos tan altos como él plagados de osos pardos, y todo para localizar unas minúsculas parcelas de investigación demarcadas en 1916 por un botánico llamado William Skinner Cooper. Engullidas por la vegetación, aquellas parcelas habían caído en el olvido científico hasta que él sacó de un archivo polvoriento los mapas que Cooper había dibujado a mano. Hoy constituyen un registro de un siglo de duración que documenta cómo la vegetación se apodera del suelo expuesto por el retroceso de los glaciares.
Buma relata esa aventura desde un asiento del transbordador de carga Yaghan. Junto con el fotógrafo Ian Teh y una colección de camionetas y somieres viejos, navegamos por el estrecho de Magallanes bajo el cielo plomizo de una tarde de enero. En el exterior, glaciares de color azul cielo se deslizan sobre los flancos de los Andes australes. Los peñascos de la costa son un hervidero de pingüinos de macarrones. Estamos en pleno viaje de día y medio de duración entre las ciudades chilenas de Punta Arenas y Puerto Williams, la ciudad más austral de América del Sur, donde nos espera una embarcación más pequeña.
Buma está eufórico: es un detective dispuesto a desentrañar un nuevo misterio. Con su beca de National Geographic Society, él y el ecólogo chileno Ricardo Rozzi han reunido un equipo deseoso de estudiar el bosque terminal austral. Un investigador intentará obtener grabaciones de murciélagos. Otros dos treparán a los árboles para estudiar el dosel. Un arqueólogo planea buscar vestigios de remotos asentamientos humanos. Y un reducido equipo ayudará a Buma a localizar su árbol.
Abre un cuaderno de campo por un dibujo de nuestro destino. A la luz del crepúsculo austral, parece el mapa del tesoro de un pirata. Me confiesa que llegó a plantearse emprender la búsqueda del árbol más boreal del planeta –que con toda probabilidad será un alerce de la Siberia central–, pero lo descartó por tratarse de una región demasiado vasta.
En el hemisferio sur hay mucha menos tierra firme. Hace decenas de millones de años, durante el Eoceno, cuando el planeta era más cálido que en la actualidad, la Antártida estuvo poblada de bosques. Hoy no hay ni un solo árbol en ella. El océano que la rodea está salpicado de islas, y en algunas de ellas brotan juncos, hierbas y pastos, pero tampoco hay ni un árbol. Estas islas se han estudiado constantemente desde que en 1755 James Cook declaró desarbolada la isla Georgia del Sur.
Buscando en internet, Buma encontró supuestas localizaciones del árbol que buscaba dispersas por todas partes. Un sitio web sugería que el árbol más austral estaba en la isla Navarino, donde se encuentra Puerto Williams, como mínimo 70 kilómetros al norte del cabo de Hornos. Otro lo situaba en la isla Hoste, 55 kilómetros al noroeste del cabo. Un artículo de la década de 1840, basado en una comunicación del botánico Joseph Dalton Hooker, quien navegó en el H.M.S. Erebus y el H.M.S. Terror, concluía: «Isla Hermite puede considerarse el punto más austral del planeta en el que se hallará un modo de vegetación arborescente».
Pero Hooker no llegó a visitar la isla que hay más al sur de Hermite: la isla de Hornos. En el momento de nuestro viaje, Wikipedia la describía como «totalmente desarbolada». ¿Por qué iba a haber árboles en Hermite pero no en Hornos, si solo las separaban 15 kilómetros?, se preguntaba Buma.
Cuando compartió su idea con Rozzi, el chileno, entusiasmado, contestó: «Pero bueno, si ahí he estado yo y sí que hay árboles», recuerda Buma.
En Puerto Williams, donde Rozzi supervisa una estación de investigación operada por la Universidad de Magallanes, cargamos los pertrechos en el Oveja Negra. El crucero de 20 metros está pilotado por el frenético Ezio Firmani, primo de Rozzi y excocinero. Pronto navegamos rumbo sur por el canal de Beagle, así llamado por el barco en el que viajó Darwin. El capitán no cabe en sí de ilusión:
«¡Es la primera vez que voy a doblar el cabo!», exclama. Me va a dar un vuelco el corazón.
El cabo de Hornos es una proa descomunal, un promontorio que cae a pico 400 metros hasta el mar desde el flanco más austral de la isla homónima. Al sur se abre una franja de mar que circunda el planeta sin interrupción. Los despiadados vientos del oeste forman en la superficie marina unas olas gigantescas que al golpear la somera plataforma continental convierten el mar en uno de los más peligrosos del planeta. De vez en cuando se adentra un iceberg en sus agitadas aguas.
Muchos navegantes han muerto a lo largo de los siglos intentando «doblar el cabo de Hornos», sobre todo en dirección este-oeste, en contra del viento. En 1788, antes del motín que pasaría a la historia, el capitán del H.M.S. Bounty, William Bligh, trató por todos los medios de completar la maniobra durante un mes. Fue en vano. En 1832 unas «grandes nubes negras» desataron una «violencia extrema» que cortó el paso a Darwin.
De camino al cabo, Buma abre su cuaderno por un boceto del promontorio. En él se halla la posible ubicación del árbol más austral, en un saliente a cientos de metros de altura. Por eso Buma se ha traído material de escalada y a John Harley, un experimentado alpinista que sabrá guiarnos hasta él si es necesario. «Puede ser divertido», dice Buma. Yo no lo tengo tan claro.
A diez horas de Puerto Williams, el cielo se oscurece y rompe a llover. El capitán está nervioso. Se avecina una borrasca, pero por fin hemos dejado atrás el flanco oriental de la isla de Hornos. Mientras Firmani medita si conviene cobijarse en una bahía abrigada, Buma nos insta a prepararnos. Como no bajemos a tierra ya, nos arriesgamos a no poder desembarcar en varios días.
Una hora más tarde, subimos a unas pequeñas lanchas neumáticas a motor que nos acercan a una playa situada al pie de un risco. No estamos en terra incognita: tras subir 160 escalones improvisados, llegamos a un corto malecón que conduce a una antigua capilla y a un faro atendido por un suboficial de la Armada chilena que vive en él con su familia. Unos pasos más allá hay un albatros de metal, un monumento erigido en recuerdo de los fallecidos en el mar. Unos pocos meses al año, en las mañanas despejadas, los pasajeros de los cruceros desembarcan para visitar el lugar. La mayoría regresa en menos de una hora. Y ninguno se adentra en la zona a la que nos dirigimos. El Estado chileno prohíbe el paso a la mayor parte de la isla. Aparte de unos pocos y selectos equipos de investigación, casi nadie se ha aventurado en medio siglo más allá de esta franja empapada.
La isla de Hornos, de unos 25 kilómetros cuadrados, recuerda ligeramente la forma de un escarabajo. Una cresta prominente la recorre de norte a sur y remata en una bahía con forma de herradura. El brazo occidental de la herradura se eleva hasta la cima del cantil del cabo. El otro se curva hacia el este, hasta llegar al faro. A media tarde subimos por ese flanco oriental, siguiendo una serpenteante ruta de cinco kilómetros en dirección oeste.
Al principio la caminata es fácil. Pero a medida que el terreno se eleva, la hierba da paso a altos arbustos sarmentosos y espinosos de tchelia y chaura. Las densas ramas son poco menos que impenetrables. De modo que decidimos caminar sobre ellas. Con suma cautela, vamos pasando de maraña en maraña, pisando cada vez a más altura para que las ramas no nos golpeen la cara al romperse. Recorro así unos cientos de metros sin que mis botas toquen el suelo ni un momento. De vez en cuando se me hunde un pie hasta la espinilla entre las céreas hojas. En más de una ocasión me sumerjo casi hasta la cintura.
Llegamos a una meseta castigada por el viento, que arranca a mi chaqueta un rugido de motor al hacer vibrar el tejido. Tenemos que hablarnos a gritos. Ian Teh, el fotógrafo, acaba en el suelo. Hemos tardado una hora en avanzar menos de un kilómetro y medio.
Al emprender el descenso por el lado oeste, pisamos aún más arriba sobre los arbustos. Al final acabamos posando los pies con todo el cuidado por encima mismo del berberís. No está claro si el suelo queda uno o cinco metros más abajo. Con un estruendo me hundo hasta el cuello y tengo que esperar a que Teh me ayude a salir.
A nivel del mar el matorral ralea lo suficiente para que podamos vislumbrar unas zanjas angostas, de algo más de medio metro de hondo, llenas de lo que suponemos es barro. Entonces oímos un grito y alguien exclama: «¡Pingüinos!». Los pingüinos magallánicos han hecho un túnel por debajo de los matorrales y corren bajo nuestros pies hacia sus colonias por canales manchados de guano.
Por fin llegamos a un amplio prado. Mientras montamos el campamento, veo a Buma con la mirada puesta sobre una ladera apenas visible al oeste, hacia unas copas que se ramifican sobre una corteza plateada: el bosque más austral del planeta.
Durante los 10 días siguientes, los científicos abandonan cada mañana nuestras tiendas de campaña y se dispersan. Un investigador de Texas busca insectos en unos arroyos mínimos. Un ornitólogo chileno usa unas mallas finas para atrapar yales y agachadizas. Buma, Harley y Andrés Holz, un ecólogo forestal de origen chileno que trabaja en la Universidad Estatal de Portland, recorren ciénagas mullidas y plantas en cojín en busca de árboles.
No es tan fácil como pudiera parecer. Carecemos de una definición científica de árbol ampliamente aceptada. Una web del Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos, por ejemplo, dice que los árboles suelen tener un mínimo de seis metros de altura. Pero eso excluye muchas variedades –algunos magnolios y enebros, por ejemplo– que la mayoría de la gente considera árboles. El equipo de Buma maneja una definición más intuitiva: un árbol es una planta perenne con un único tronco leñoso y escasas o nulas ramas bajas, mientras que los arbustos presentan múltiples troncos y ramas bajas.
En la isla de Hornos los investigadores identifican tres especies: un raro canelo y dos hayas meridionales comunes. En otros lugares estos árboles perennes alcanzan los 20 metros de altura. Aquí, los que están más protegidos del viento pueden llegar a los 10. Pero la mayoría mide bastante menos. Hay bosquecillos poco más altos que yo.
Estos bosques enanos crecen dispersos por debajo de una cresta al sudoeste de nuestro campamento. Tras explorar durante varios días su perímetro, queda claro que no será fácil identificar el ejemplar más austral. Si crece en el cantil del cabo, necesitaremos que el cielo se despeje para examinar la pared y que el viento amaine para escalar o descolgarnos hasta él.
El último árbol también podría estar en el límite del bosque. Pero es más probable que crezca solo o en una arboleda exigua, y puede que tengamos que peinar el terreno para verlo. Un árbol solitario no se mantendría en vertical mucho tiempo.
Durante nuestra estancia, el viento alcanza rachas de 140 kilómetros por hora, entrando ya en la categoría de vientos huracanados. Convierte en jirones una tienda de campaña y está a punto de arrojar otra al mar.
Organizamos las tareas en función de las condiciones meteorológicas. Una tarde nublada nos aventuramos en un bosquecillo. El dosel es tan denso y bajo que nos ponemos de rodillas y avanzamos a rastras. En el interior encontramos una alfombra de musgos y líquenes de color verde eléctrico. En lo alto, cada árbol se curva e inclina en espirales achatadas, como muelles comprimidos. Parece un mundo imaginado por J. R. R. Tolkien y aplastado desde arriba por una mano gigante.
La lozanía de la isla sorprende a Holz. Al horadar varios troncos, descubre que sus anillos son casi blancos, señal de un crecimiento explosivo. «Estos árboles están estupendos», afirma. No se lo esperaba, dada la dureza de las condiciones.
Una mañana se disipa por fin la niebla y subimos hasta la punta del cabo para asomarnos al acantilado. No vemos nada, pero el ángulo impide descartar la presencia de vegetación arborescente.
De modo que, tras más de una semana en la isla, aprovechamos que por primera vez amanece soleado y llamamos por radio al Oveja Negra. Tras subir a bordo, nos acercamos al cabo desde el mar. Buma, emocionado por la perspectiva de estudiar el último árbol mientras pende de una cuerda sobre los mares más bravos de la Tierra, sigue deseando que el tesoro esté en la pared. Yo no.
Cabeceamos en el oleaje a unos cientos de metros hacia el este, escrutando la roca desde la proa. Detrás de mí, Buma se balancea con los prismáticos en los ojos. Sigue sin ver árboles.
«Mirad en lo alto, ¿es solo hierba?», grita Harley.
«Sí, un montón de hierba –confirma Buma–. Pero todavía no lo hemos revisado todo».
Para ello tendremos que doblar el cabo de Hornos. Firmani, el capitán, se prepara para la traicionera singladura. Enfrentamos las olas y nos lanzamos a por todas. Firmani, con los ojos desorbitados, empieza a aullar. El viento arrecia y el barco comienza a bandear. Alguien se mete precipitadamente bajo cubierta para vomitar.
En cuestión de minutos damos la vuelta. Hemos visto lo que necesitábamos. En lo alto, los salientes húmedos de la roca están tapizados de vegetación. Pero está claro que no hay ningún árbol. Constato con alivio que las cuerdas y mosquetones que ha traído Harley se quedarán sin usar.
Ya de vuelta en tierra firme, Holz y Buma reanudan la búsqueda con determinación. Transecto a transecto, revisan la ladera por detrás del cantil. A los dos días Buma encuentra su árbol: un enredo de ramas que asoman entre la abultada hierba tussac. Consulta el GPS. Mientras yo estoy junto al árbol, él recorre otra cuadrícula y encuentra el siguiente, 17 metros más al norte. Usándome como marcador humano, registra la ubicación.
Buma regresa, y él y Holz se ponen a rebuscar entre la hierba. En lugar de un solo árbol descubren un grupo de siete, la mayoría secos.
«Estamos en una ladera orientada al nordeste, que probablemente sea el mejor punto de esta zona para que crezca un árbol», dice Buma. Holz añade: «Soleado y algo resguardado del viento».
El árbol más austral del mundo es unNothofagus betuloides, un tipo de haya meridional llamada coigüe de Magallanes, especie que recolectó por vez primera el equipo del capitán Cook. Los anillos revelan que tiene 41 años. Ronda los cinco centímetros de diámetro y los 60 de altura. A partir de ahí, se dobla hacia un lado y crece entre la hierba.
No es un roble de gran porte, pero Buma está encantado. «Es una auténtica maravilla», dice.
A bordo del Oveja Negra, unos días después, volvemos a cruzar un plácido canal de Beagle. Tras 11 días de crueles vientos y aguaceros, me muero por una cerveza y una ducha caliente. Buma sigue sin creérselo. Holz y él han hecho historia. Su trabajo ha determinado una referencia científica para la medición de la migración forestal. Y además es una pasada.
¿Cuánto ha cambiado este lugar con el calentamiento del planeta? No podemos asegurarlo. Buma y Rozzi harán un seguimiento de lo que pase a partir de ahora. ¿Se convertirá este paisaje similar a la tundra en un espeso bosque dentro de 20 años? ¿Desplazarán los vientos, alterados por un clima cambiante, el límite del bosque? ¿Llegará el día en que las aves lleven semillas más al sur y los árboles echen raíces en parajes donde hoy no se conocen?
El cambio climático puede parecer una abstracción, apunta Buma, pero hasta los niños entenderían este proceso. Si puede mostrarles en Google Earth el punto donde crece el árbol más austral, esa realidad será más tangible y significativa.
«La meta siempre ha sido localizar un punto, un punto físico que la gente aprecie a simple vista, que marque el límite –dice–. Así podremos ver cómo el planeta lo deja atrás».
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En el podcast de National Geographic
Craig Welch relata la búsqueda del árbol más meridional en «The Tree at the End of the World», en la tercera temporada de nuestro podcast Overheard, en natgeo.com/overheard.
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Craig Welch escribió sobre la cultura de los cetáceos en el número de mayo de 2021. Ian Teh, ganador de una beca del Centro Pulitzer, examina el impacto del desarrollo y el cambio climático sobre el río Amarillo.
Este artículo pertenece al número de Junio de 2021 de la revista National Geographic.
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