Aquél que controle firmemente sus sentidos, incluso los dioses llegarán a envidiar”. Cierro el librito y lo dejo sobre mi regazo. La anciana y el muchacho que tengo enfrente me miran con expresión interrogante ¿Estarán viendo en mí esa sonrisa beatífica que veo en todo el mundo? Como yo, todos cuantos me rodean están empapados en sudor. Desde muy temprano la temperatura de mi termómetro sigue empeñada en marcar los 40 grados C y, sin embargo, nadie, en ningún momento, ha dejado de sonreír en este viaje lento, interminable, hipnótico. Son las dos de la tarde y estoy en el viejo compartimento de un tren que salió esta mañana de Yangón y que me lleva hacia uno de los destinos más deseados de mi catálogo viajero: la ciudad de Mandalay. Estoy en Birmania. Perdón, Myanmar.
Desde mi llegada a la ciudad me siento cautivo del más extraño estado de ánimo. Como el tren en que viajo, todas las cosas que voy encontrando en este país se mueven a una velocidad e inercia desconocidas hasta ahora para mí. Es como si las exigencias del tiempo no existieran, porque, para empezar, aquí la palabra “tiempo” no tiene sentido.
Hace rato que me duele la espalda, las piernas, y las rodillas, pero descubro en las páginas del libro que no dejo ni a sol ni a sombra, -el “Dhammapada o Las enseñanzas de Buda”, que ya está más pringoso que yo-, ese conocimiento que los pasajeros de mi tren viven desde hace 2.500 años. Todo el mundo parece cansado, pero nadie ha dejado de sonreír ni un solo momento. Por mi parte, estoy seguro de que muy pronto los dioses empezarán a envidiarme, mientras el termómetro sigue anclado en los 40, y el tren nos lleva a través de las tierras del río Irrawaddy, hacia la provincia de Shan.
Si alguien tiene dudas en localizar un país tan desconocido como Myanmar, debería saber que se trata de la nación más grande del sudeste asiático. A la China debe los rasgos más esenciales de sus etnias, mientras que de la India procede su cultura profundamente budista (Buda nació en ella). La mezcla de ambas cosas, más el aislamiento producido por densas selvas y altas montañas al norte, e inhóspitas costas al sur (sin olvidar una reciente y feroz política de candado), favoreció en Myanmar una cultura y tradiciones marcadamente distintas a las de sus vecinos, y por supuesto, única en el mundo.
Myanmar es el país de los mil templos y pagodas doradas, del jade y el rubí, de grandes mesetas fluviales e inmensos arrozales reverdecidos por las lluvias del monzón, de milenarios y sofisticados reinos, de selvas y elefantes, y de cientos de espíritus celestiales y leyendas. Pero para el viajero de a pie, Myanmar es, básicamente, y de principio a fin, el reino de la sonrisa eterna.
BIENVENIDO A LA CIUDAD DORADA
Si uno le echa un vistazo al mapa del país, comprenderá por qué Mandalay es la ciudad más cara en el corazón de los birmanos. Está justo en el centro de su asimétrica geografía. Quizá por esto también sea su centro intelectual, artístico y religioso, que no es precisamente poco.
Desde muy joven el hechizo de su nombre despertó en mí un poder de atracción irresistible. Al empezar a explorar Asia, en cada viaje me hacía una promesa: el año que viene, a Mandalay. Ahora pienso que debería escribir a todos mis amigos para decirles que por fín lo he conseguido.
Con su atmósfera destartalada y aletargada, Mandalay posee el sabor de una ciudad que acaba de ser descubierta, con la que yo soñaba. Pero el chino que regenta el hotel en el que me hospedo, asegura que es todo lo contrario:
-¡Mandalay es el centro del mundo!-.
A fin de comprobarlo por mí mismo, prescindo del calor bochornoso que hace y emprendo la ascensión a la colina de Mandalay, que con sus 236 m. es el mejor mirador de la ciudad. A primera vista sorprende la simetría de su trazado urbano, con calles numeradas como si se tratara de una pequeña Manhattan, sólo que con olor a incienso y especias. Pero pronto la inconfundible silueta de los templos birmanos me tienen de nuevo encandilado.
Mandalay es una ciudad con un “duende” muy especial, pues si la fecha de su fundación es reciente -1857-, su fama es muy anterior a su existencia. La leyenda dice -y recuérdese que en un país budista éstas jamás son tomadas a chacota-, que el Buda Gautama visitó en su día la región en compañía de su discípulo Ananda. En lo alto de la colina de Mandalay, éste profetizó que una gran ciudad dedicada a la fe budista se levantaría a los pies de donde se hallaba. Y aunque olvidó decir que tardaría unos 2.400 años en hacerse realidad, esto es exactamente lo que sucedió. En 1857 el rey Mindon manda trasladar los edificios de madera de teca de su palacio -en la capital de Amarapura- al nuevo emplazamiento junto al río Irrawaddi. Así mismo inicia la construcción de magníficos templos a tal velocidad, que en 1859 la ciudad está oficialmente acabada, y dos años más tarde el monarca se instala en Mandalay con su gobierno y 150.000 habitantes de Amarapura.
Desgraciadamente para nosotros y nuestras creencias búdicas, durante la Segunda Guerra Mundial la impía aviación británica bombardea la ciudad tomada por los japoneses, y el fantástico palacio de Mindon queda reducido a cenizas. Hoy sólo podemos ver las murallas dentadas, el foso, los accesos y el mausuleo del rey. Para contrarrestar este anticlímax, Mandalay ofrece, no obstante, un rosario de deliciosos templos y pagodas. La belleza de sus formas se corresponde al lío que se hace mi lengua al tratar de nombrarlos. Asómbrense: el templo de Shweyattaw, Kyauktawgyi, Sandamuni y ¡la pagoda de Shwekyimyint!
En el templo de Khutodaw encuentro un poco de alivio al galimatías fonético en el que baila mi cerebro. La razón es simple: éste alberga 729 losas de mármol que juntas forman el texto inscrito del Tripitaka o Cánon de escrituras Budista. Los monjes me dicen que no finja leer pali: si así fuera, tardaría 6 meses en recitar el texto al completo.
Para los viajeros adictos a los viajes fluviales, Birmania es un caramelo. Con un país que tiene más de 8.000 km. de vías navegables, el barco es la forma más romántica de trasladarse por su idílico paisaje. Es lo que hago yo cuando decido recorrer los 193 km. que separan Mandalay de Bagán. Descender por el río Irrawaddy es de las vivencias más exaltantes que puedas imaginar, especialmente si sabes que deberás compartirla con 300 pasajeros del puente inferior del barco. La única exigencia es no ser avaro con el tiempo (¿he dicho tiempo?), y disfrutar de los yemwé (tés) que te ofrecerán tus nuevos amigos.
Por supuesto, nada te prepara para lo que te espera cuando el vetusto ferry atraca en la pequeña población de Nyaung U, porque la planicie que se extiende al sur de la misma abarca uno de los conjuntos arqueológicos más importantes del mundo. La antigua ciudad de Bagán es, sin duda, el asentamiento budista más impresionante de Myanmar, y rivaliza con Angkor Watt, en Camboya, en ser la más bella joya arquitectónica del sudeste asiático.
Si la fecha de su fundación se remonta al lejano 108 d.C., es en el período de tiempo que comprende desde el 1057, cuando el rey Anawrahta conquista el reino de Thaton, hasta el año 1287, en que la ciudad es saqueada por el gran mongol Kublai Khan, cuando se levantan en la planicie contigua al Irrawaddy 13.000 templos, pagodas, estupas, monasterios budistas y otros edificios religiosos. Siete siglos más tarde, las crecidas del río y los vaivenes de la historia se han llevado un tercio de la antigua ciudad real. Hoy quedan unas 2.217 de sus edificaciones.
Quien venga a Bagán que se prepare a ver templos y a moverse, pues la ciudad comprende una extensión de 42 km2. Es tan extensa e inabarcable que lo mejor es tomarse las cosas con calma, porque aunque dispusiéramos de meses, sería imposible verlo todo. Yo opto por alquilar una bicicleta y convertir el instinto de mi pedaleo en mi mejor guía. Algunos de los templos ofrecen excelentes atalayas desde las que apreciar el conjunto, y no resulta mala idea seleccionar desde ellas las construcciones que atraen tu curiosidad. Las más notables son el templo de Ananda (el más bello y mejor conservado), Shwegugyi, Mahabodhi, Thatbyinnyu o el Templo de la Omniscencia (el más alto), Pitakat Taik, Shwesandaw, Gawdawpalin… La lista es interminable, y dos personas bien avenidas no se pondrían de acuerdo en establecer sus preferencias.
Lo mejor de Bagán es el extraordinario poder de su ubicación. Aquí tenemos Myanmar en su más estilizado encanto. Ya sea en bicicleta, en calesa, a caballo o subido a la carreta tirada por búfalos de un lugareño, nos trasladamos a un mundo perdido y silencioso, donde podemos encontrarnos solos, contemplando la más hermosa eternidad.
NAVEGANDO A FUERZA DE PIE
Si después de visitar Bagán nos sintiéramos víctimas de cierto empache arquitectónico, y empezáramos a creer que todos los templos son iguales, no puede existir mejor antídoto que el que nos ofrece una visita al lago Inlé.
Situado al sur del estado de Shan, el lago -estrecho y alargado como una salchicha- no resulta muy distinto de los muchos que salpican este universo acuático del sudeste asiático. Pero cuando realizamos una inspección detallada, descubrimos un mundo ciertamente asombroso.
El lago Inlé está a 878 m. por encima del nivel del mar, y su extensión es de 158 km2, pero curiosamente su profundidad nunca es mayor a los 3 ó 5 metros. Esta característica determina que su superficie sea un espejo inalterable, de estrafalaria belleza. En sus orillas o flotando literalmente sobre sus aguas viven los inthas o hijos del lago, una etnia sobre la que se sabe muy poco, excepto que en el siglo XVIII posiblemente emigraron hasta aquí desde del norte.
En Myanmar los inthas gozan de enorme fama por haberse adaptado a su entorno con una gracia inigualable. Los hijos del lago usan un procedimiento para remar que, hasta la fecha, es exclusivo de su ingenio. Para impulsar sus estrechas embarcaciones, han sustituido la forma tradicional de ayudarse con el brazo, haciéndolo en su lugar con la pierna. Sosteniéndose con una de ellas en el borde de sus barcas, enlazan la otra a un estrecho y largo remo. Con un fuerte arranque, inclinan el cuerpo hacia delante, y el pie y el remo describen un amplio semicírculo que los empuja con enorme facilidad, demostrando lo rápido que uno puede trasladarse con su método. Un niño intha a los 8 años ya va a la escuela impulsado por sus piernas.
Junto a su capacidad acrobática para remar, los inthas también son los más hábiles campesinos acuáticos. En lugar de cultivar la orilla del lago, tejen los juncos que crecen en él para formar largas esteras flotantes, que después cubren con lodo y hierbas de jacinto para que fertilicen. Luego las anclan al fondo del lago con estacas de bambú, creando una fertilísima y maniobrable parcela de cultivo.
Al lago Inlé también se le llama -cómo no- el lago de la sonrisa, y sus habitantes son de una hospitalidad que desarma. Si su simpatía y la belleza del lago no son suficientes, el toque colorista lo pone el mercado flotante de Ywama. La mayoría de las transacciones las realizan las mujeres en sus barcas; con sus anchos sombreros cónicos, no dudan en fumarse, a la vista de todos, enormes puros birmanos -cheroot-, elaborados con tabaco de la región.
En el lago Inlé he sido particularmente feliz, y aunque en Myanmar me cuesta creer que el tiempo existe, la habilidad de los intha me recuerda que yo también debo usar mis piernas para moverme, pero en mi caso sobre la tierra. Mis últimos días recorro una vez más las aldeas construídas sobre pilotes, los jardines flotantes, los canales y monasterios. Al atardecer, mientras mi barca rompe las aguas azul celeste del lago y la niebla empaña las barcas que regresan de faenar y las montañas que nos rodean, soy cautivo del encanto misterioso de Myanmar. Busco una señal a ese momento mágico, pero no puedo encontrarla. El barquero me sonríe. Saco el librito que siempre me acompaña y leo:
“Ellos se esfuerzan por permanecer atentos. A ningún lugar se apegan. Como cisnes que dejan su lago, abandonan lugar tras lugar y simplemente se marchan.”
Por Félix Roig
GUÍA DEL VIAJERO
CÓMO IR
Una forma de llegar a Birmania la ofrece Thai Airways (www.thaiairways.com) que vuela desde Madrid a Bangkok, con una escala en Roma, Seguidamente se enlaza con uno de los dos vuelos diarios que salen hacia Yangon.
CÓMO DESPLAZARSE
Excepto en invierno, cuando hay más frecuencias aéreas servidas por Myanmar Airways y Air Mandalay, la mayor parte de los trayectos se cubren en ferrocarril, siendo el recorrido de mayor belleza paisajística el del trayecto Maymyo-Mandalay, y el más frecuentado el de Yangon-Mandalay. El viaje de Mandalay a Bagán se puede realizar en avión o en la magnífica travesía en barco a través del río Irrawaddy. Empresas japonesas y coreanas han introducido modernos autobuses con aire acondicionado que cubren las líneas más turísticas.
QUÉ SABER
Formalidades de entrada. Para visitar la actual Unión de Myanmar (Birmania) hay que tener un pasaporte en regla con una validez mínima de seis meses, y un visado que puede obtenerse en cualquier embajada de Myanmar o en el aeropuerto de Yangon. Lo mejor es gestionarlo a través de las agencias de viaje.
Idioma y Moneda. El carácter multirracial del país, que acoge unas 237 etnias, conlleva gran cantidad de idiomas, siendo el birmano la lengua oficial. En los circuitos turísticos el inglés es el idioma dominante.
La moneda del país es el kyat, que se divide en 100 pyas.
Precauciones sanitarias. No es obligatoria ninguna vacuna, pero hay que tomar algunas precauciones higiénicas y sanitarias. En el país hay zonas endémicas de malaria. No se olvide llevar un repelente contra los mosquitos y usar siempre el mosquitero para la cama que se proporciona en los hoteles. Siempre beba agua mineral embotellada y haga acopio en su botiquín de analgésicos, antibióticos y algún antidiarréico.
QUÉ VER
MANDALAY
Sin lugar a dudas, el palacio fortaleza del rey Mindon.
La famosa colina de Mandalay le permitirá obtener una excelente vista de sus templos más cercanos: Shweyattaw, Kyauktawgyi, Sandamuni, Khutodaw, Shwenandaw y Atumashi Kyaung.
El santuario de Mahamuni, con sus seis bronces de arte “khmer”, se trata del santuario más sagrado de la ciudad.
Otras pagodas de gran belleza son las de Setkyathiha, Eindawya y Shwekyimyint, el santuario budista más antiguo de Mandalay. Otros lugares de interés son: la Escuela Nacional de Bellas Artes, Música y Danza, el Museo de Mandalay, el gran mercado de Zegyo y el barrio de los artesanos en el sur de la ciudad.
BAGÁN
El grupo arqueológico más importante de Birmania. Junto con Angkor Watt, en Camboya, es el más impresionante del sudeste asiático. Aunque a este asentamiento se le conoce como “La planicie de las mil pagodas”, reúne unas 2.217 edificaciones. Enumerar las más importantes es imposible, pero las más significativas son: la pagoda de Pebingyaung y Bupaya, los templos de Mahabodi, Ananda, Pitak Taik y Thatbynnyu o templo de la Ominiscencia.
LAGO INLÉ
Además de poder observar la vida flotante y la asombrosa habilidad que tienen para remar con la pierna de los intha, o hijos del lago, en él también se pueden visitar las grutas de Pindaya, los jardines flotantes, el mercado de Ywama, y los más de cien lugares de culto que se encuentran en sus orillas, entre ellos, el Monasterio de Nga Phe Kyaung, o Monasterio del Gato Saltarín.
DÓNDE DORMIR
Thiripyitsaya Sakura Hotel, en Bagán.
www.bagan-thiripyitsaya-sakura-hotel.com
Hotel Mandalay Hill, en Mandalay.
www.mandalayhillresorthotel.com
Hotel Myanmar Trasure (Resort Inle), en el lago Inlé.
www.myanmartreasureresort.com
Paradise Inle Resort, en lago Inlé. A 30 minutos en barca desde Nyaungshwe.
via Felix Roig http://espirituviajero.com/myanmar-en-el-reino-de-la-eterna-sonrisa/
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