Engullido por el vacío de la noche, Mingma Gyalje Sherpa trató de alumbrar el camino que tenía ante sí con el tembloroso círculo de luz de su linterna frontal, pero el frío le impedía pensar con claridad. Vestido con un grueso mono de plumas, una chaqueta de plumas por debajo, más dos capas de ropa interior larga, y respirando oxígeno de botella, debería estar bien. Pero en todas las cumbres que había coronado, en todas las ventiscas y gélidas tormentas que había soportado, jamás había sentido una temperatura como aquella, un frío penetrante, sobrenatural.
Notaba el organismo al borde del colapso. Su lado izquierdo soportaba el embate de un viento formidable, y cada ráfaga lo acribillaba con zarcillos de hielo que traspasaban todo cuanto llevaba puesto. Pero lo que más le preocupaba era el pie derecho. Había sentido hormigueo, luego ardor y finalmente entumecimiento, síntoma previo a una congelación grave. Aquello, lo sabía muy bien, era señal de que su cuerpo estaba priorizando el flujo sanguíneo hacia los órganos vitales, sacrificando las extremidades para preservar el tronco. Y ni siquiera había entrado todavía en la llamada «zona de la muerte» –la región situada por encima de los 8.000 metros–, donde la escasez de oxígeno puede provocar alucinaciones, edema pulmonar y la pérdida del instinto de autoconservación.
Mingma G. –así le llaman– apretó el botón de la radio, decidido de pronto a dar la vuelta. «¿Dawa Tenjin? ¿Dawa Tenjin?», llamó, sin recibir más respuesta que el aullido del viento. Distinguía a medias las luces tenues de varios compañeros que, un poco más arriba, avanzaban a duras penas en una fila discontinua. Pensó que debían de estar todos demasiado concentrados en lo que tenían entre manos, o quizá demasiado inmersos en su propio sufrimiento, para responder.
Aun en los meses de verano, más clementes, el K2, que con 8.611 metros de altitud es el segundo pico más elevado de la Tierra, es una de las montañas más letales. Aunque tiene 238 metros menos que el Everest, alcanzar su cima exige un nivel técnico muy superior, con un margen de error casi nulo. Tras fracasar en el intento de coronar el K2 en 1953, el alpinista estadounidense George Bell declaró: «Es una montaña despiadada que intenta matarte». La descripción cuajó, en parte porque por cada cuatro escaladores que logran coronar y descender, un quinto no vive para contarlo.
Pero aquel día, casi cuatro semanas después del solsticio de invierno, cuando la inclinación de la Tierra aleja al máximo el hemisferio Norte del vivificante calor solar, en la montaña se registraban unas de las condiciones más extremas del planeta. En las cotas más altas la sensación térmica puede desplomarse hasta los -60 ºC, más o menos la temperatura media de Marte.
Sin embargo, era el momento con el que Mingma G. llevaba tanto tiempo soñando. Mientras golpeaba como buenamente podía el entumecido pie derecho contra el hielo en un intento desesperado de evitar la congelación, sabía que parte de sus compañeros estaban fijando tramos de cuerda a la montaña con una batería de tornillos de hielo, pitones y estacas, habilitando una ruta segura para avanzar hacia la cima.
Muchos montañeros de Nepal habían participado en ascensiones pioneras, pero ningún equipo exclusivamente nepalí se había anotado una primera ascensión histórica en solitario.
La mayoría de los montañeros expertos consideraría una auténtica locura la idea de escalar el K2 en invierno. Seis expediciones bien preparadas habían intentado tamaña gesta, y ninguna se había acercado ni remotamente a la cumbre. Daba la impresión de que los obstáculos eran demasiados: rachas impredecibles de viento huracanado capaces de arrastrar en un instante a una cordada de alpinistas, desprendimientos de roca y hielo que impactaban como fuego de artillería, un aire enrarecido en el que no se podía respirar ni pensar, y aquel frío extremo, inmisericorde. Hasta los equipos más decididos y experimentados se habían venido abajo en unas condiciones tan brutales, destruidos por conflictos personales y problemas de liderazgo a consecuencia de la presión y el peligro al que estaban sometidos.
En los últimos meses de 2020 llegaron al pie del K2, sobre el remoto glaciar Godwin Austen, en el lado paquistaní de la cordillera del Karakorum, unos 60 escaladores deseosos de hacerse con el último trofeo pendiente del montañismo de gran altitud, en opinión de muchos el más complicado de todos. Pero para Mingma G. y sus nueve compañeros de equipo, nepalíes todos ellos, la expedición ofrecía más que gloria personal. Era la ocasión de demostrar que Nepal, una nación conocida por tener algunas de las montañas más altas del mundo, era capaz de lograr lo que muchos creían imposible.
En aquel momento, mientras analizaba su situación, Mingma G. veía la esquiva cumbre del K2 a un tiro de piedra. ¿Pero a qué precio? Sabía por experiencia que una lesión grave podía cambiar su vida para siempre. Su padre, también guía de montaña, había perdido por congelación ocho de los dedos de las manos al quitarse los guantes para atar los cordones a un cliente extranjero en el Everest. ¿Y si uno de sus compañeros de equipo perdía una extremidad o incluso la vida? ¿Habría valido la pena hacer cumbre? Para Mingma G. y los miembros de la expedición, plenamente conscientes de los riesgos y del frío mortal que les helaba los huesos, la respuesta era unánime.
En 2020, el concepto de hazaña pionera del montañismo parecía un anacronismo. A mediados del siglo pasado ya estaban conquistadas todas las grandes cumbres del planeta, las 14 montañas que superan los 8.000 metros. La primera fue el Annapurna I nepalí en 1950, a la que siguieron el Everest y el Nanga Parbat paquistaní en 1953; las demás se fueron conquistando una tras otra, hasta que en 1964 se cerró la lista con el Xixabangma tibetano.
Fue una carrera frenética de envites nacionalistas y, aunque todas aquellas montañas estaban en Asia, fueron equipos europeos los que conquistaron la mayoría de esas cimas. Pese a que prácticamente todas las expediciones de aquella época dependieron de grupos étnicos locales, como los sherpas, tibetanos y baltis que transportaban el material a los campos base y porteaban las cargas montaña arriba, las genuinas aportaciones de estos colaboradores indispensables rara vez quedaron reconocidas en los libros de historia.
Alcanzadas aquellas cumbres emblemáticas, el alpinista polaco Andrzej Zawada se planteó un nuevo reto. Todos los ochomiles se habían escalado en verano, cuando las condiciones son más favorables. Más difícil, razonó, sería hacer cumbre en invierno, la estación más dura. Zawada dirigió una expedición que puso a dos escaladores en la cima del Everest en el invierno de 1980, colocando así a Polonia en una sucesión histórica de conquistas invernales. Uno tras otro fueron cayendo los ochomiles, pero las cimas paquistaníes se resistieron con obstinación a los alpinistas invernales hasta bien entrado el siglo XXI. Ubicada ocho grados de latitud más al norte que los picos nepalíes, la cordillera del Karakorum es notablemente más fría y ventosa en invierno. Hicieron falta 31 intentos para que el Nanga Parbat se diese por conquistado en 2016; ya solo faltaba el K2.
Aunque en los medios generalistas queda eclipsado por el Everest, el K2 es considerado por los montañeros serios como un reto muchísimo mayor, en parte por su ubicación tan remota. Cuando en 1856 los británicos llevaron a cabo los primeros levantamientos topográficos del Karakorum, reemplazaron las designaciones de sus picos por topónimos autóctonos. El K1, por ejemplo, era conocido por los lugareños como Masherbrum. Pero como el K2 no es visible desde el pueblo más cercano –Askole, a una semana de travesía a pie desde la base del pico–, no tenía nombre.
Tras cuatro días de caminata por un terreno agreste, la silueta del K2 hace su aparición desde el sur, con su icónica forma piramidal cual punta de flecha que señala el cielo. Los escaladores perciben al instante su pronunciada inclinación, especialmente cerca de la cumbre, lo que significa que el más mínimo error se castiga con consecuencias casi fatales. Si te tropiezas con los crampones o te enganchas por equivocación a una cuerda fija en mal estado, es poco probable que tu caída se detenga antes de que te estrelles contra el glaciar, situado miles de metros más abajo.
Dado que el margen de error se reduce todavía más en invierno, el éxito –la supervivencia, en realidad– estriba en la logística: planearlo todo para las peores condiciones. Los grandes picos como el Everest y el K2 rara vez se escalan siguiendo un camino unidireccional hacia la cima. En lugar de eso, los equipos suelen subir y bajar para ir aclimatándose a altitudes cada vez mayores mientras van instalando una línea de cuerdas fijas y campamentos abastecidos con material crucial, como botellas de oxígeno, tiendas y cuerdas. En los últimos años se ha impuesto un estilo de alpinismo más rápido y ligero, pero el K2 en invierno requiere un esfuerzo colectivo a la antigua: cada individuo debe transportar varias cargas pesadas por un terreno peligroso, lo que exige un trabajo de equipo a la vieja usanza.
Mingma G. mide 1,75 metros, una talla considerable para un sherpa. Tiene 33 años, es ancho de espaldas y tiene una abundante melena que le roza los hombros. Cuando habla, te mira a los ojos y va al grano, lo que añade peso a sus palabras.
Creció en Rolwaling, un valle angosto al oeste del Everest. Está lejos del bullicioso valle del Khumbu, pero de Rolwaling han salido algunos de los guías sherpas más reputados. Mingma G. se crio oyendo contar a su padre y a sus tíos, todos ellos guías de montaña, historias sobre el Everest alrededor del fuego de la cocina en las frías noches de invierno. Las hazañas que relataban no se referían a los alpinistas extranjeros que cada primavera llegaban en masa a Nepal, sino a héroes autóctonos como Pasang Lhamu Sherpa, quien en 1993 se convirtió en la primera mujer nepalí que coronaba el Everest y que murió en el descenso, y su primo hermano Lopsang Jangbu Sherpa, que ayudó a los escaladores en el desastre de 1996 del que se hizo eco el libro Mal de altura y que falleció trágicamente cuatro meses después.
En 2006, cuando Mingma G. tenía 19 años, su tío se lo llevó a su primera expedición al Manaslu. Al año siguiente Mingma G. coronó el Everest mientras trabajaba para un operador francés, y en 2011 ya organizaba y dirigía sus propias expediciones. Fueron años difíciles. Entre 2001 y 2008, Nepal se vio sumido en una violenta insurrección maoísta, lo que alejó a muchos alpinistas internacionales. La competencia para guiar a los pocos que se atrevían a viajar a Nepal era intensa.
En la temporada de invierno de 2019-2020, Mingma G. improvisó su propio intento de anotarse el primer ascenso invernal del K2 con tres clientes de pago. Vivir en el Campo Base –situado a 4.960 metros de altitud– fue un suplicio. «Si lavábamos la ropa, tardaba más de una semana en secarse a menos que la pusiésemos delante del hornillo o de la estufa de gas», escribió al periodista de montaña Alan Arnette.
Al poco de llegar al Campo Base, contrajo una infección de las vías respiratorias altas y tuvo que retirarse de la expedición. Pero pronto estaba pensando en volver a intentarlo.
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Y entonces llegó la COVID-19. Decenas de miles de guías, porteadores y cocineros se quedaron sin trabajo en todo el Himalaya. A las pocas semanas de volver del K2, el calendario anual de escaladas guiadas de Mingma G. desapareció de un plumazo, quedándose sin ingresos y con una pequeña empresa que sostener. Intentó convencer a algunos amigos para que se sumasen a un nuevo intento de coronar el K2, pero nadie quería pagar los 10.000 dólares que costaba tan solo el permiso para ascender hasta el Campo Base, más otras decenas de miles que exigía la organización de una expedición modesta.
Mingma G. se planteó abandonar la idea, pero tenía clavada una espinita. El sherpa Tenzing Norgay fue uno de los dos primeros humanos que pisaron la cumbre del Everest y, aunque es un héroe nacional cuya foto se exhibe con orgullo en innumerables hogares nepalíes, hubo de compartir aquel mérito con el neozelandés Edmund Hillary. En otras ascensiones pioneras también habían estado presentes montañeros nepalíes, pero ninguno había completado una primera ascensión histórica por su cuenta.
«Busqué en Wikipedia y constaté que no había ninguna bandera nepalí en la lista de primeras ascensiones de ochomiles en invierno –recuerda Mingma G.–. Me di cuenta de que si perdíamos el K2, nos habríamos quedado sin ochomiles».
Sabía que tendría que gastarse el dinero, aunque eso significase hipotecar el terreno que había comprado en Katmandú, y que constituía el grueso de su patrimonio. Consiguió convencer a dos hermanos, Kilu Pemba y Dawa Tenjin Sherpa, ambos mayores que él, con esposas, hijos adolescentes y décadas de experiencia en la alta montaña.
Pero sus familias tenían sus reservas. «Me costó convencer a las esposas de Kilu Pemba y Dawa Tenjin», recuerda Mingma G., que sigue soltero.
Había otro problema. Tras años de expediciones ininterrumpidas y las exigencias de llevar su propio negocio, Mingma G. descubrió algo con lo que un sherpa nunca habría contado: estaba en baja forma. Mientras esperaba en Katmandú a que se amortiguase la pandemia, una familiar empezó a insistirle para que saliese a hacer senderismo y rutas ciclistas. «Adelgacé mucho y empecé a recobrar la fuerza», dice.
Mingma G. no era el único sherpa con las miras puestas en el K2. Tres hermanos –Mingma, Tashi Lakpa y Chhang Dawa Sherpa, principales propietarios de Seven Summit Treks– comprendieron que Pakistán era uno de los pocos destinos de alpinismo todavía abiertos en las altas montañas de Asia.
Con unas tarifas inferiores a las de los operadores occidentales, Seven Summit Treks se había consolidado como una de las mejores empresas de expediciones de propiedad sherpa y cada temporada hacía subir al Everest uno de los grupos más nutridos. Ese mes de marzo, en vista del catastrófico año de cancelaciones, Seven Summit preguntó en las redes sociales si habría algún cliente interesado en una expedición invernal al K2. Enseguida se llenaron las reservas y se formó un grupo con alpinistas de Rusia, España, Irlanda, Turquía y el Reino Unido.
El 21 de diciembre de 2020, el primer día del invierno, Mingma G. y sus dos compañeros de equipo emprendieron la ascensión del K2. Pocos días después estaban acampados a 6.900 metros de altitud, bajo una zona conocida como la Pirámide Negra, una masa prácticamente vertical de roca quebradiza, el primer gran desafío técnico. Se necesitaría una jornada entera de escalada de precisión con mochilas pesadas para llegar al Campo III, la plataforma de lanzamiento para cualquier intento serio de hacer cumbre. Pero había un problema: les faltaba cuerda.
Mingma G. sabía que había varios equipos aclimatándose en los campamentos inferiores, entre ellos otro grupo nepalí dirigido por un excéntrico exsoldado de las fuerzas especiales reconvertido en escalador, Nirmal (apodado «Nims») Purja. Mingma G. y Nims ya habían coincidido antes. «No nos presentaron formalmente, simplemente nos dimos la mano en una ocasión y yo le dije: "Soy Mingma G." […]. Él no necesitaba decir cómo se llamaba».
Eso fue en el año 2019, cuando Nims estaba en medio de una maratón que lo llevaría a escalar los 14 ochomiles del mundo en seis meses y seis días. Los medios de comunicación se habían hecho eco de la noticia, y Nims pasó de ser relativamente anónimo a una estrella de las redes sociales.
Lo cierto es que los dos hombres no podían evitar sentir cierta rivalidad. Ambos eran líderes de primera en su plenitud física, expertos en una de las actividades más peligrosas del mundo. Pero sus caracteres eran el día y la noche: Mingma G. era reservado y serio; Nims, descarado y divertido y, fiel a su estilo, había anunciado a sus seguidores de las redes sociales su decisión de anotarse la primera ascensión invernal del K2.
Así y todo, Mingma G. pensó que no perdía nada en llamar por radio y preguntar a Nims si tendría algo de cuerda de sobra. El equipo de este acababa de llegar a la montaña y los hombres todavía no estaban aclimatados, pero se ofrecieron igualmente a subirle un poco. A la mañana siguiente, los dos equipos compartieron té y charla en el campamento instalado al pie de la Pirámide Negra y descubrieron que ninguno de los grupos incluía clientes extranjeros. Todos querían el K2 para sí mismos.
Al día siguiente bajaron todos hasta el Campo Base para recuperarse. El cielo gris parecía anular el color del glaciar, y un viento pertinaz hacía volar cristales de hielo entre las tiendas de campaña. Era 31 de diciembre, y un pronóstico meteorológico adverso indicaba que tocaba descansar, si eso era posible en un lugar tan inhóspito.
Esa noche Nims se acercó a la tienda comedor de Mingma G. para invitar al equipo rival a una fiesta de Fin de Año. Al principio Mingma G. no tenía ganas de ir, pero Nims envió a dos compañeros de equipo para convencerlo.
Sin la indumentaria de alta montaña, Nims tiene una figura juvenil, con unas mejillas tersas y una barba rala que no casan con sus 37 años de edad. El exsoldado se enorgullece de estar siempre preparado. «Es algo que se aprende en el ejército –dice, salpicando su discurso con coloquialismos de pub inglés–. Siempre hay un plan alternativo. Si es que yo hago planes alternativos hasta para los planes alternativos, tío». Cuando el equipo de Mingma G. llegó a la fiesta, a Nims le faltó tiempo para abrir una botella de whisky.
«Cuando nos la acabamos ya estábamos un poco alegres –recuerda Mingma G.–. Y entonces Nims abrió otra, y luego otra, y otra». Pronto todo el mundo estaba bailando y charlando sobre la meteorología y el plan.
Nims no es sherpa, sino magar, una etnia de los macizos centrales de Nepal. Se crio en Chitwan, un distrito de baja altitud más famoso por sus elefantes y tigres que por las montañas nevadas. A los 18 años se alistó en los gurkas, un regimiento militar británico de soldados nepalíes que resiste como vestigio del Imperio británico. Ser guía de montaña y alistarse en los gurkas son dos de las mejores oportunidades profesionales para los nepalíes ambiciosos: los gurkas cobran como un militar británico y tienen derecho a nacionalizarse como ciudadano británico.
Tras seis años en los gurkas, Nims se incorporó al Servicio Especial de Barcos, una unidad equivalente a los Navy SEAL estadounidenses. «Bueno, digamos que he estado destacado en zonas sensibles, dejémoslo ahí», decía en una entrevista de 2019. Pero en el libro que acaba de publicar, habla de sus experiencias castrenses, entre ellas un tiroteo en el que recibió un disparo en la cara.
«En las fuerzas especiales haces unas cosas que […] te sientes invencible –reflexiona Nims–. Pero después me fui a la montaña y me quedó bien claro que la naturaleza te pone en tu sitio». En 2019 dejó el ejército para dedicarse profesionalmente al montañismo y cumplir un sueño: coronar los 14 ochomiles en siete meses. La idea ya se había planteado antes, pero era la primera vez que alguien aceptaba el reto en serio.
Nims bautizó su propósito con el nombre de Proyecto Posible y reclutó a un equipo de guías nepalíes de élite para que lo ayudasen a diseñar las rutas y escalasen con él. Tras coronar una montaña ponía inmediatamente rumbo a la siguiente, a veces en helicóptero, lo que le permitía continuar aclimatado a la altitud. Recurría sin reparos a la botella de oxígeno y en algunos lugares se ayudaba de cuerdas fijadas por otros equipos, lo que según los puristas devaluaba sus logros.
Ahora, más de un año después, en su equipo del K2 había un veterano de aquel grupo, Mingma David Sherpa, un ágil guía de 31 años que hace las veces de lugarteniente de Nims. El decano del nuevo equipo era Pem Chhiri Sherpa, un sherpa de Rolwaling que a sus 42 años atesoraba dos décadas de experiencia en el Everest. Nims también reclutó a Dawa Temba Sherpa y a Mingma Tenzi Sherpa, montañeros con una dilatada carrera en ambos casos. El último miembro del equipo era el más joven: Gelje Sherpa, un guía de 28 años con un contagioso sentido del humor.
Mientras Gelje contaba chistes y pinchaba música en la fiesta de Fin de Año, empezó a cuajar una idea entre los dos equipos: ¿por qué no unir fuerzas? Tal y como recuerda Pem, las ventajas eran obvias: «Aceleraba el trabajo, y empezamos a colaborar. Al ser todos nepalíes fue más fácil».
Los sherpas que se dedican al montañismo tienen fama de ser por norma general personas apacibles que hacen gala de un marcado desapego budista para con los padecimientos de la vida, pero este oficio se cobra un alto precio. Además del dolor físico –quemaduras faciales por el frío, artrosis en las articulaciones y problemas crónicos de espalda–, todos habían perdido amigos y familiares en la montaña. Los últimos siete años habían sido especialmente crueles. En 2014 un alud en el Everest se llevó por delante a 16 de los sherpas más experimentados y paralizó la temporada de escalada, y en 2015 un terremoto mató a 19 personas en el Campo Base y a unas 9.000 en todo el país. Y ahora la pandemia acababa de tenerlos otro año entero en dique seco. También conocían la amargura que comporta un trabajo ingrato. «Pocos clientes extranjeros reconocen nuestra ayuda. Nos describen como simples porteadores anónimos o directamente hacen como si no existiésemos –dice Mingma G.–. Es como si se creyesen que no vamos a leer sus artículos».
A todo ello se sumaban unas crecientes tensiones, desde el momento en que los operadores nepalíes aspiraron a tener una participación mayor en el lucrativo negocio de los guías, durante años dominado por empresas extranjeras. «Nosotros somos de aquí y sabemos más que los guías extranjeros», afirma Mingma G. Admite que entre los operadores nepalíes existe una descarnada competencia, pero «el 90 % de los escaladores extranjeros solo se fían de empresas extranjeras».
Adjudicarse la primera ascensión invernal del K2 anunciaría a los cuatro vientos que los nepalíes pasaban a ocupar el lugar que les correspondía en el mundo del alpinismo, no solo en calidad de participantes, sino también de líderes. «Queríamos una primicia para nosotros, para la historia –explicaría Nims tiempo después–. Teníamos que formar equipo sí o sí».
Mingma G. se despertó el día de Año Nuevo con resaca. Pese a las temperaturas bajo cero, se había quedado dormido en la tienda sin meterse en el saco. Pronto oyó la voz de Nims, que por radio lo invitaba a volver a su campamento y tomar un té. Tenían que seguir detallando el plan.
A los sherpas les gusta decir que, para que un equipo de escaladores llegue a una cumbre y regrese sano y salvo, la montaña debe consentirlo. Por eso toda expedición al Himalaya empieza con una ceremonia de la puja, en la que se solicita a las deidades de la montaña permiso para escalar e implorarles un trayecto sin incidencias. Pero durante la primera quincena de 2021 quedó claro que el K2 no estaba dispuesto a recibir a ningún ser humano en su cima. Vientos de 160 kilómetros por hora azotaron la montaña durante días y las temperaturas se desplomaron muy por debajo de cero en el Campo Base, obligando a sus ocupantes a cobijarse en las tiendas.
Cuando el viento amainó ligeramente, el equipo de Nims hizo una rápida incursión al Campo II para revisar el material. «Todo destrozado», escribió Nims en Instagram. El material que habían dejado para el ataque a la cumbre –sacos de dormir, plantillas calefactadas para las botas, guantes de repuesto y gafas– había volado por los aires.
Pero el pronóstico meteorológico apuntaba a que el viento se calmaría a partir del 14 de enero. De regreso en el Campo Base repusieron con rapidez el material, y otro nepalí –Sona Sherpa, de Seven Summit Treks– se unió al grupo para ayudar a subirlo. Mientras tanto, Nims y Mingma G. reevaluaron su plan de ascensión. En lugar de pasar una gélida noche en el Campo IV, el tradicional campamento de altura situado a unos 7.600 metros de altitud desde el que se ataca la cumbre, los nepalíes proyectaban salir del Campo III y llegar a la cima en un solo día. Si todo salía bien –y era una apuesta arriesgada–, podrían coronar el día 15.
Algunos montañeros del Campo Base acusarían a posteriori a los nepalíes de ocultar su plan de llegar a la cima con un equipo puramente nacional, algo que Mingma G. no desmiente. «Cuando se juega el Mundial de fútbol, ¿alguien quiere que pierda su país? –explicó en una entrevista de ExplorersWeb–. Nadie, ¿verdad? Y el equipo y el entrenador jamás divulgan la estrategia para lograr ese objetivo. Pues esta vez nosotros hemos hecho lo mismo con el K2».
La tarde del día 13, cuando los nepalíes alcanzaron la cota de 7.000 metros, el secreto salió a la luz y varios grupos empezaron a ascender a su zaga. A la mañana siguiente, mientras aquellos equipos descansaban en un Campo II zarandeado por un viento feroz, los nepalíes siguieron avanzando hasta quedar justo por debajo del Campo III. «El tiempo fue un factor clave –recuerda Mingma G.–. Por debajo del Campo III soplaba un viento fortísimo; por encima la calma era total».
El día 15 Mingma G. y tres compañeros se dispusieron a fijar cuerda por encima del Campo III, en dirección a un tramo conocido como el Hombro. Cuando progresaban por unas laderas nevadas que parecían no tener fin, de pronto les cortó el paso un laberinto de grietas abiertas en el glaciar por las que podía colarse una persona. Justo antes de llegar al punto en que suele instalarse el Campo IV se toparon con una grieta enorme que los obligó a retroceder varias horas para poder rodearla. Era el tipo de contratiempo agotador y descorazonador que tantas veces lleva a los montañeros a abandonar una expedición, pero Mingma G. y sus compañeros siguieron adelante. Tras localizar un tramo de nieve compactada –un puente de nieve– que cruzaba el campo de grietas, pudieron fijar cuerdas hasta el mismo Hombro.
Regresaron al Campo III y se unieron al resto del equipo para descansar a duras penas unas horas. «Era un tipo de frío diferente. Daba mucha sed. Costaba digerir lo que comías», recuerda Gelje.
En algún momento después de la medianoche del día 16, el equipo empezó a prepararse para dejar el Campo III. Por primera vez todos se ajustaron la máscara de oxígeno para atacar la cumbre. Menos uno. Nims había decidido responder a sus críticos escalando la Montaña Despiadada en invierno y sin oxígeno, una hazaña histórica por partida doble… si es que lo lograba. «No estaba totalmente aclimatado. Empezaba a tener congelación en tres dedos –recuerda–. Si no sabes hasta dónde eres capaz de llegar, puedes dar al traste con toda la expedición».
En grupos reducidos, los alpinistas empezaron a ascender por las líneas de cuerdas que Mingma G. había fijado laboriosamente hasta el Hombro. Su denodado esfuerzo dio frutos. Lo que el día anterior había llevado ocho horas, lo salvaron en apenas tres y en plena oscuridad, pero se había levantado un viento atroz.
Sintiéndose solo y percibiendo que aparecía la congelación, Mingma G. estaba a punto de abandonar su intento de hacer cumbre. Cuando nadie respondió a su llamada por radio, recurrió a su última opción: patear el hielo para mantener los pies calientes. «Sorprendentemente, funcionó».
Los primeros rayos del nuevo día alcanzaron a la mayoría de los montañeros ya en el Hombro, tratando de entrar en calor. El viento amainó y, pese a las temperaturas todavía árticas, amaneció un día perfecto. Más arriba se vislumbraba el último gran obstáculo de la ruta, el Cuello de Botella, un corredor de hielo al pie de un serac (un bloque de hielo colgante). Más allá del corredor los escaladores encontrarían pendientes fáciles que los llevarían directos a la cumbre, pero si una parte del serac se venía abajo mientras alguno de ellos estaba en el Cuello de Botella, probablemente sería la muerte para quienquiera que se hallase por debajo. Como queriendo recordar a los escaladores aquel peligro, más abajo del corredor se distinguía un funesto campo de bloques de hielo del tamaño de un frigorífico desperdigados.
Mingma Tenzi y Dawa Tenjin guiaron al equipo a través del traicionero paso, fijando cuerdas tras de sí para que los demás las siguiesen. Conforme subían, caían corredor abajo rocas menudas que de vez en cuando impactaban contra el casco de alguien. Poco más podían hacer que continuar.
Cuando el grupo se aproximó a la cima, iba al frente Mingma Tenzi, un especialista en fijar cuerdas que tenía 36 años, una sonrisa alegre y un diente de oro. Guio al equipo en las últimas horas y podría haber llegado a la cima antes que los demás, pero se detuvo justo antes de pisarla.
Uno a uno, los montañeros fueron subiendo para unirse a él. Nims respiraba trabajosamente el aire gélido y enrarecido, haciendo dos o tres inspiraciones por paso. Cuando el sol arrancó unos destellos a la suave cresta de nieve que cubría el segundo punto más elevado del planeta, los escaladores se congregaron en un único grupo.
Hacer cumbre juntos había sido idea de Nims, y cuando los 10 se reunieron, enlazaron los brazos y emprendieron la subida. Poco a poco recuperaron la voz y, como en un sueño, llegaron a ellos las palabras del himno nacional nepalí:
Tejido con cientos de flores…
Chal de infinita riqueza natural…
Tierra de sabiduría y paz, las llanuras,
los montes y las montañas altas…
Indemne, esta amada tierra nuestra,
Oh, patria nuestra, Nepal.
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El escritor y guía de montaña Freddie Wilkinson escribió sobre la Expedición al Everest de la iniciativa Perpetual Planet de Rolex y National Geographic en el número de julio de 2020.
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Este artículo pertenece al número de Febrero de 2022 de la revista National Geographic.
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